Esta semana, para sumarme a la convocatoria que nos deja Campirela para el Encuentro juevero, recurro a re editar un muy viejo texto que escribí en los albores de este blog. Les invito a leer todos los relatos jueveros dando clic aquí.
Carta para mi primer amor:
Supongo que
al recibir estas líneas te llevarás una gran sorpresa. Estoy segura que nunca
lo hubieras esperado. Sobre todo porque no existes (en la realidad) y ese
detalle es algo fundamental a la hora de recibir cartas.
Pero, haciendo
esa salvedad, y luego que lo medites un poco, comprenderás perfectamente por
qué eres hoy el destinatario de esta misiva.
Sabes perfectamente que naciste cuando yo era adolescente, y lo recordarás con claridad porque también lo eras tú. Me llevabas un par de años, nada más. Lo suficiente para que tu madurez impusiera su seguridad y lo necesario como para que la juventud nos igualara. Recordarás que crecimos juntos buscando hallarnos, a la par que nos reafirmábamos en nuestras convicciones.
Te reconocería
inequívocamente por la mirada. Azul, profunda, serena. Entendedora de mis
inseguridades y cómplice perspicaz de mis deseos más profundos.
No harían
falta palabras, porque sólo con la cercanía sabríamos lo que el otro
necesitara.
Almas
gemelas a punto de descubrirse, con la certeza el uno del otro, aunque nunca
nos hubiésemos visto. Pero ese escollo se salvaría en cualquier momento. Era
irrefutable: el destino así lo quería.
La espera
fue interminable y me esforcé por no dejarme tentar por cualquier fulanito de
cuarta que me dijera alguna frase bonita o me obnubilara con su presencia real,
corpórea. Durante años, fui firme y supe tolerar esa cruel demora de la
providencia, que -por desgracia- nunca se hizo presente.
Jamás
llegamos a encontrarnos realmente, pero está de más decir que igual nos amamos,
como se ama sólo una vez, con intensidad, sin mezquindades, con entrega total,
sin dudas, sin reclamos, y es por eso que hoy te escribo, para confirmarte, esta
vez en forma explícita, que fuiste, eres y serás mi primer amor, ese que se lleva
prendido en el corazón para siempre, sin necesidad de realidades, aún después
de la muerte.