Esta vez es la querida Encarni quien nos conduce en este nuevo encuentro literario que, a la vez, resulta muy especial ya que un "privilegiado" grupo de jueveros se reunirá en las próximas horas en la bella Barcelona, para compartir relatos, amistad y buena compañía. Desde ya que quienes no podremos asistir estaremos igual allí, en espíritu, bien cerca pese a la distancia.
Les cuento que mi relato surgió de la mano de una bella imagen que encontré, en feliz coincidencia, en el blog de este genial pintor que es nuestro amigo Rodolfo Garrido, también conocido como Javier Azul o Simbad. Les dejo el link de su página para que pasen a recorrer sus trabajos.
Ninfa de las aguas, Rodolfo Garrido
MI RELACION CON EL MAR (O LA NINFA DEL AGUA)
La ninfa del agua usa una máscara.
Breve, liviana, transparente. Una máscara hecha de agua muy azul que le cubre
la mitad del rostro.
No la usa como adorno, ni para
ocultarse de los otros seres del mar profundo. La usa como protección sólo cuando,
sumida por la pena, decide emerger de su refugio húmedo de las profundidades
marinas para recorrer sigilosa y solitaria alguna playa ignota, alejada del
bullicio invasor de turistas veinteañeros o de las rutinas tempranas de pescadores
bravíos.
La pobre sale muy de vez en vez, en
silencio, a recorrer las orillas bordadas con caracolas muertas y espuma blanca,
paladeando resignada su acostumbrada soledad acuosa. A veces se detiene al
borde del acantilado y desde esa perspectiva -tan poco usual para ella- se deja
hipnotizar por el ir y venir de las olas.
Fue una noche particularmente
serena y estrellada cuando la vi. Allí, recostada sobre una de las piedras
escarpadas en donde estalla el oleaje espumoso. La melancólica ninfa observaba
extasiada la blancura insólita de una luna inmensa que parecía, a su vez, observarla
a ella.
Con movimientos gráciles acariciaba mansa los restos de agua
salada que se demoraba en escurrir entre las piedras, mientras yo la observaba,
agazapado y oculto, desde una prudente distancia. De improviso, y como si algo
imperceptible me hubiera delatado, lentamente salió de la ensoñación en que
parecía estar y giró hacia mí, examinándome sin pudores, apuro ni sorpresa.
El intercambio profundo y
silencioso de miradas puede que se haya prolongado varios minutos. No lo puedo
precisar. Sí sé que fue el momento más íntimo y perfecto que nunca antes imaginé
y que jamás olvidaré. Luego, tan de improviso como se inició, culminó, como un esencial
rito ancestral que se sucede en contadas ocasiones: la bella ninfa se puso de
pie de espaldas al mar, con los brazos tatuados extendidos hacia el cielo y sus
ojos enormes entrecerrados detrás de su máscara azul que parecía refulgir. Con
la voz más dulce jamás escuchada me dedicó una canción sublime, nacida de lo
profundo de su soledad milenaria y secreta. Una melodía inigualable que me
trajo rumores y aroma de vientos, sales y oleajes, frescura verde llegada de
los siete mares, susurros perdidos en las profundidades impensadas de océanos
sin tiempo, humedad salada haciéndose agua entre la comisura de mi propia boca…
Todo allí, en aquel momento mágico, tan breve como perpetuo,
marcando mi corazón para siempre.
Desde esa noche mi relación con
el mar cambió totalmente. Se hizo mucho más intensa, mágica y trascendente.
Ya es parte de mí. Soy parte de él. Y ni el tiempo ni los avatares de la vida
ni la propia muerte lograrán disolver lo que aquella ninfa bendijo.