CAPÍTULO 3: UNA ENTERRADA INQUIETUD
Luego de compactar una y otra vez a fuerza de pala y pisotones aquel notorio montículo terroso que destacaba impúdicamente sobre la verde planicie del pasto y la desmemoria, Esther tomó conciencia que uno de los mayores riesgos que corría, podría venir a causa de las fugaces incursiones que solía realizar el perro del vecino, que, por travesuras propias de cachorro, gustaba de remover la tierra recién escarbada. Decidió entonces invertir lo que fuera necesario en rodear su propiedad con una adecuado alambrado de malla que impidiese al animalito inmiscuirse en su terreno como acostumbraba hacerlo. No lo dudó un instante y de inmediato se dedicó a pedir presupuestos para encarar la no poco costosa tarea de alambrar todo el perímetro de los jardines.
El tiempo y dinero que dichos trabajos le fueron demandando hicieron que la culminación de su tan ambicionado proyecto de jardinería se viera truncado, al menos hasta no tener la certeza que las visitas indeseadas del cachorro hubiesen sido debidamente controladas. Si bien debió invertir en la cerca divisoria mucho más de lo que disponía para ese mes, consideró que el objetivo de mantener a salvo el secreto y la honra de su preclara familia bien merecían su silencio, complicidad y sacrificio.
Pese a los esfuerzos por mantener sus costumbres y sus rutinas tan predecibles como siempre para no llamar la atención, desde que el siniestro hallazgo adulteró la serenidad de sus días, nada lograba ser en verdad como solía ser y a cada momento una gran inquietud la recorría de pies a cabeza, instándola a chequear constantemente el estado del montículo de tierra y su secreto escondido.
Si bien el tema del perro y sus excursiones exploratorias habían dejado de ser ya motivo de preocupación, mientras más observaba el promontorio, más le parecía que corría serio riesgo de desmoronarse. Constantemente se la veía llevar y traer grandes cubos de tierra con los que reforzaba las laderas y el tope de lo que ya casi resultaba ser una colina en medio de un gran prado. Para intentar justificar ese aparente capricho de diseño, buscó disimular con algunas plantas aromáticas y piedrecitas de colores la prominencia del terreno, pero desanimada y nerviosa comprobó que de esa manera obtenía el efecto contrario.
Se le ocurrió que un recurso más seguro para proteger y ocultar las inconvenientes reliquias sería cubrirlas con algún solado. Algún tipo de piso o adoquinado que asegurara la estabilización del terreno sobre los antiguos huesos. Por supuesto que la pesada realización del mismo debería correr exclusivamente por su cuenta, por lo que nuevamente emprendió una muy poco propicia tarea para una mujer de su edad. Luego del achatamiento de la cúspide del collado y la remoción de lo recién plantado, de inmediato comenzó con el nuevo proyecto.
Pese a la cada vez mayor limitación que advertía en su físico, la enorme determinación que la impulsaba lograba renovarle la fuerza y la constancia para llevar adelante un incordio de semejante magnitud con el que, además, debería obtener un resultado más o menos presentable que le diera un aparente justificativo estético dentro del jardín que, a estas alturas, había dejado ya de ser para ella motivo de placer y entretenimiento.
Como era lógico y debido a la carencia absoluta de conocimientos y experiencia en albañilería, el embaldosado, lejos de aportar algo más o menos armonioso y justificable dentro del entorno de un jardín, resultaba caprichoso y desprolijo, efecto totalmente contrario al que ella pretendía buscar: lejos de disimular, resaltaba lo que clamaba por ser ocultado.
No hace falta decir que por entonces, cualquier otro asunto que no se refiriera al tema del promontorio dejó de tener para ella relevancia. Su salud mental comenzó a sentir los efectos de su ya marcada inestabilidad nerviosa. No sólo se mostraba alterada y sumamente inquieta durante el día, sino que ni siquiera lograba conciliar el sueño durante las noches pese a haber aumentado la dosis de somníferos y tranquilizantes. Los habituales dolores de su cuerpo traspasaron los límites de lo que su medicamento lograba calmar y los recientes esfuerzos para construir el frustrado solado quebraron su estabilidad física en forma irrecuperable. Pese a todo y sin permitirse descanso, la mujer hurgaba en su mente para dar con la clave en cuanto la estrategia que pudiese usar para lograr que aquel sitio del jardín resultara inocuo a la vista de cualquier malpensado que pudiese sospechar algo de lo terrible que yacía oculto bajo él.
Ojeando una vez las revistas en las que solía buscar ideas para organizar su anhelado jardín (durante la breve etapa en la que disfrutó de ello) Esther sintió por un momento que su corazón saltaba de alegría: a hoja completa, una bella imagen se desplegaba ante ella mostrando el ansiado efecto de disimular y ornar a la vez que proteger y ocultar. La propuesta consistía en extender la superficie embaldosada creando sitios de descanso y circulación combinando bancos, canteros y algunos faroles que le dieran al sitio la característica de una recoleta y pintoresca plazoleta. Si bien se planteó llevar la idea a la práctica en una escala mucho más reducida y ajustada a su cada vez más escaso presupuesto, la tarea que tenía por delante era –considerando su ya precario estado de salud- demasiado arriesgada y pretenciosa.
Pero su determinación por mantener a salvo la memoria de su mentora –ocultando para siempre aquello resurgido por su culpa- pudo más que su sentido de la prudencia y rápidamente se puso a concretar lo que consideró definitorio para enterrar lo abominable de un pasado que hubiera agradecido desconocer.
Para adquirir todos los materiales y accesorios que resultaban pertinentes debió disponer de sus pocos ahorros y hasta tramitar un préstamo que juzgó usurario. Aguardó con ansias que el valioso cargamento fuera depositado en sus jardines, y hasta toleró resignada que los descuidados transportistas pisotearan impiadosamente las delicadas flores que bordeaban los senderos de la entrada. Todo se justificaba a cambio de conseguir calmar por fin sus inquietudes.
Pasaron los días y mucho más lento aún de lo previsto, Esther vio como su ansiada obra avanzaba, pese a tener que agregar a su impaciencia la angustia de la indeseada presencia de los electricistas que instalaron las farolas (su ya probada autosuficiencia no llegaba a tanto).
Por fin, una tarde de finales de primavera en la que el sol preanunciaba la calidez de los días por venir, la plazoleta quedó lista y si bien no quedó tal cual la había visualizado en la revista, a rasgos generales el conjunto resultaba armonioso y discreto, algo perfectamente aceptable como ornamento de jardín, algo que nadie podría entrever como sospechoso en su función de resguardar lo que nunca más debería ser descubierto.
Esther se sintió al fin distendida y complacida: su responsabilidad había sido salvada. Los dolores intensos de espalda y el palpitar ansioso de sus sienes cobraban ahora un significado más espirituoso y meritorio. Sus inmensos esfuerzos no habían sido vanos. El cansancio extremo al que por tantos meses había estado expuesta, decidió en ese momento reafirmarse por toda su humanidad.
Y mientras –exhausta- se dejaba caer en uno de los bancos recién instalados sobre el solado desparejo, mirando con dejadez el horizonte, la mujer –ya sin resistencia- supo que esa puntada en el pecho le estaba anunciando morir.
EPILOGO
A instancias de los vecinos linderos, el cuerpo de Esther fue hallado varios días después de su deceso. Su velatorio se realizó en la casa que heredara apenas unos meses antes, la misma que habitara la mayor parte de su vida. Los pocos asistentes cuentan que un pequeño perro acaparó enseguida la atención de los deudos. Con notable persistencia no sólo se las ingenió para abrirse un hueco en la malla que separa las propiedades linderas, sino que con avasallante determinación se dedicó a horadar con ahincó el montículo de la plazoleta ubicada en el jardín posterior. Precisamente el mismo donde fuera encontrada la difunta.