DOS SIGLOS DE ESPERA
Con el correr de los años el
cementerio quedó enclavado en el centro de la ciudad.
No era así en aquel
entonces. Para visitar a sus difuntos la gente debía trasladarse en carretas hasta
llegar hasta allí, luego de un trayecto de más de una hora, por un camino de
barro y piedra.
Recuerda perfectamente que
su madre se ataviaba íntegramente de negro, cubría su cara con un velo espeso y
los hacía vestir a él y a su hermano con la mejor ropa de domingo.
Solían concurrir al
cementerio por lo menos dos veces al mes, sin contar fechas especiales, como
Pascua, Navidad y por sobre todo, el día de los Fieles Difuntos, cuando la
visita al cementerio se hacía en forma casi obligada inmediatamente después de
la misa.
Rogar por las almas que se
encuentran aún en etapa de purificación era una de las obligaciones más
importantes de los creyentes, razón por la que los deudos dedicaban en aquellas
fechas oraciones especiales en intermediación por el perdón de los pecados de
sus familiares difuntos.
En aquella época corretear
entre lápidas y cruces se le presentaba como una aventura, una incitación para
comparar su valentía con la de su hermano, a quien en cambio, andar entre los
muertos le provocaba, incluso, pesadillas posteriores.
Nunca supuso que alguna vez
él estaría allí, no ya como visitante, sino como eterno residente. Siempre
creyó que él iría directamente al infierno. Por lo menos así se lo había hecho
suponer su padre desde que era pequeño.
Rebelde por naturaleza,
respondió al desamor paterno con travesuras no demasiado inocentes en su
infancia y con una desembozada vida disipada durante su juventud. Preclaro
ejemplo de lo que no estaba bien visto ni siquiera para los señoritos bien,
que, como él, contaban con el invalorable aval de un ilustre apellido para
justificar sus correrías y desvergüenzas, su corta vida fue, sin dudas, un
total desperdicio.
Lejos de compensar su
carencia de afecto o por lo menos aumentar en algo la atención paterna, aquella
vida de excesos y despilfarros sólo lo llevó a un final trágico, temprano y
absurdo que, además, desencadenó la muerte de su madre, y posteriormente la de
su padre.
Desde entonces, y por alguna
razón que desconoce, su alma ha quedado atrapada allí: en la piedra del ángel
custodio que se yergue ante el lujoso panteón familiar. Mudo testimonio de un
pasado de opulencia que culminó al morir su postrero pariente (ya lejano) de
quien ni siquiera recuerda el nombre. Junto con aquel último miembro de su
familia extinta, las flores y recuerdos dejaron de venir en su memoria. Nadie
sabe ya que alguna vez existió. No dejó amores que dieran frutos, no escribió
libros, no realizó buenas obras, no descubrió algo importante para la
humanidad…ni siquiera plantó un árbol…y desde allí, aprisionado en la piedra
eterna que lo contiene, a veces se pone a añorar las posibilidades que
desperdició estando vivo y que ahora, desde su condición de casi nada con conciencia, se arrepiente
infinitamente por no haberlas sabido valorar.
No entiende aún por qué su
situación no es la misma que habitualmente alcanzan las almas de la mayoría de
los difuntos. Son muy pocos los que como él han quedado allí aprisionados. En
el último repaso que se hizo, el último Día de los Difuntos - si no se
equivocaba - eran sólo diez o quince las almas en pena que aún habitaban ese
cementerio. Anclados a sus lápidas, cruces, o esculturas que enmarcan las que
son sus tumbas, aquellas pocas ánimas irredentas esperan…simplemente
esperan…sin saber qué ni por qué. El resto, (afortunados ellos) ya se han ido.
Cada cual hacia el destino que en vida se labró. En sus tumbas ya no queda
nada. Sólo osamentas secas que pronto se harán polvo y que nada contienen. Sus
espíritus están libres, consagrados, eternos…como debe ser…como se espera que
sea.
Por qué, en cambio, aguardan
los pocos que como él subsisten allí, luchando por no perder sus conciencias,
es algo para lo que aún no halla respuesta.
Dos siglos hace ya que así
se encuentra. Doscientos años de insoportable e inexplicable soledad.
En medio de sus
interminables elucubraciones son muy pocas las circunstancias en las que logra
alivianar su anquilosamiento pétreo.
Aunque angustiosamente
breve, cada año, logra obtener un receso en su inexplicada condena. El Día de
los Difuntos, por apenas unas horas, los espectros fantasmales se despegan de
sus marmóreas prisiones desperezándose fatuamente en inusual libertad. Es poco
lo que consiguen hacer en esas horas, pero en su caso, él suele aprovecharlo
para rescatar su propio reflejo (o lo que queda de él) en alguna fuente o en
los cristales de la capilla. Esa ha sido la estrategia que viene usando para no
perder lo que le queda de su propia conciencia, de su noción de identidad. Sabe
que si su memoria se diluye totalmente no quedará nada de su pasado, todo lo
que fue se disolverá en la oscuridad del tiempo, y lo que fue su propio yo
perdería todo su significado, y por lo tanto, su casi nula posibilidad de
redención.
A veces consigue averiguar
algo del mundo exterior prestando atención a los visitantes que llegan portando
lágrimas y flores. Escucha sus conversaciones, interpreta sus gestos, imagina
sus secretos, especula sobre sus vidas. Algunos son sinceros en su dolor, otros
sólo cumplen rituales sin sentimiento.
Muchos nunca hallan
resignación, padecen la ausencia de quien han amado como si se les hubiese
arrancado junto con ellos sus propias vidas. Algunos pocos asumen la muerte con
naturalidad, generalmente son sólo los más ancianos los que logran arribar a
tal sabiduría. Por supuesto hay muertes que no pueden nunca ser comprendidas o
aceptadas. Son las que se han padecido con violencia, a destiempo,
injustamente; las que llegan apenas en el inicio de la vida, las de esos pobres
seres que han sufrido mucho o ni siquiera han tenido la oportunidad de intentar
ser felices. Esas pérdidas son inaceptables, aún para quienes ya no están en el
mundo de los vivos…o por lo menos, no lo están en plenitud, como él y otras
pobres almas en espera.
Entre los habituales
concurrentes a su cementerio (cada vez quedan menos) hay una joven que lo
enternece íntimamente. Se diría que le llega al corazón…si lo tuviese!
La pobre viene todos los
días, desde hace dos años. Llega sola, sollozante, con un gran ramo de flores
frescas que coloca frente a la tumba de sus abuelos, reponiendo
innecesariamente el ramo anterior que aún permanece fragante.
Ha quedado sola. Su única
familia eran los dos viejos que la criaron entre miedos y algodones, como quien
preserva un tesoro muy apreciado. Pero en medio de ese amor incondicional que
sin duda entregaron sin medida, no pensaron en transmitirle a su nieta ni la
fortaleza ni el entusiasmo por la vida de los que hoy carece.
Desde su privilegiado puesto
de observación aunado con el ángel custodio que vela su panteón, cada tarde la
contempla desde lejos. En silencio obligado y pétrea quietud sus deseos de
consolarla y protegerla crecen con el transcurrir de los días.
Lo inquieta sobremanera la
angustia que logra advertir en aquella muchachita triste y apocada. Quisiera
infundirle ánimos, esperanza. Quisiera hacerla sentir acompañada.
Nada más lejano a sus
posibilidades. Solamente en su sueños más avezados consigue imaginarse libre,
fluyendo hacia donde su voluntad lo disponga, alejándose de aquella masa de
piedra alada que es su cárcel desde que truncara burdamente la que fue su vida.
Está convencido que, de
poder otra vez amar, sería a ella a quien amaría. Pero son sólo sueños
imposibles de un alma solitaria y condenada.
Pero no todos los visitantes
del cementerio son deudos. Suelen arribar también otro tipo de concurrentes.
Extrañas criaturas mal encaradas que se las ingenian para saltar los muros sin
que los serenos se den cuenta. Grupos de cinco o seis jóvenes con vestimentas
llamativas, oscuras en su mayoría, con un curioso arsenal de amuletos,
abalorios y misteriosos signos tatuados en su piel suelen congregarse delante
de las tumbas más antiguas para realizar insólitos simulacros de ceremonias
satánicas, invocaciones maléficas que intentan conjurar poderes sobrenaturales
suponiendo que con eso lograrán adentrarse en el submundo de la oscuridad y lo
desconocido. Patéticos muchachos que buscan matar su mediocridad poniendo a
prueba los límites entre lo cotidiano y lo esotérico, fingiendo conocer los
umbrales de la maldad que gustan de experimentar y exhibir. Más de una vez han
arrancado con sádica impudicia los crucifijos de algunos nichos, pintarrajeando
con palabras soeces los frentes blanqueados de las tumbas o de los panteones
más bellos. Han blasfemado contra los muertos e insultado a los vivos y esas
actitudes tan irrespetuosas han hecho que se despertara en él una particular
aversión hacia esos bravucones vulgares y mal nacidos. De ser posible quisiera
alguna vez encontrarse con ellos frente a frente para darles su merecido. Pero
también son esas, ensoñaciones inverosímiles a las que su alma apenada recurre,
quizás para engañarse y justificar en algo su fatua existencia.
Esa mañana ha notado desde
temprano una particular concurrencia de dolientes. No se trata de entierros
recientes o de ceremonias de homenajes póstumos. No tiene aún la certeza pero
por la época del año, el esmero con que los trabajadores del cementerio limpian
los caminos principales y hasta podan los arbustos, cree suponer que el ansiado
día ha llegado…Día de Difuntos…por fin!...otra vez! Y de sólo pensarlo lo que
le queda de emoción consigue traspasar la piedra del angelote que lo encierra.
Será que con el paso de las décadas su pobre alma se va poniendo cada vez más
imprecisa en esto de contar la sucesión de días y noches…pero realmente este
último año se le pasó volando…y al
tomar conciencia de esa expresión tan humana, tan ajena a su condición de
espíritu intemporal, casi logra transmitir a su estatua contenedora lo que
aparenta ser una sonrisa.
Si cabría el término, podría
decir que se siente alegre. Esa misma noche podrá otra vez saborear la libertad
de su blando vagar inmaterial. Tenue fantasma que busca hallar el por qué de su
permanencia y que disfruta, con la intensidad de lo que se sabe medido y
excepcional, la posibilidad maravillosa de trasladarse a voluntad.
Semejante bendición no puede
dejarse a la improvisación. Deberá decidir muy bien cómo aprovechará esas
increíbles horas de libre deambular. Sin duda dedicará una buena parte de su
tiempo a merodear por la capilla que se halla cerca de la entrada principal del
cementerio. En sus espejados vitrales, socorrido por la luz del plenilunio,
tendrá la oportunidad de reencontrase con su propia imagen. Aspecto visible de
su identidad al que no debe dejar desaparecer entre las telarañas del pasado y
la imponencia de la eternidad. Sabe que si no lo hace, aunque más no sea por
breves momentos, su conciencia de ser aún, quien fuera en vida, se fundirá en
la nada que lo envolverá por los siglos de los siglos, sin recuerdos ni deseos
que puedan aliviarle en algo la soledad que le espera. No debe renunciar a su
propio recuerdo. Es el único hilo que aún lo ata a la humanidad que se le fue.
Las horas parecen pasar con
mayor lentitud. El sol del mediodía castiga sin piedad hasta a las estatuas más
impertérritas. Los visitantes van dejando sus ofrendas florales junto al
retrato de sus deudos. Les dedican en silencio sus rezos y sus recuerdos. Les
regalan algún beso nostálgico y parten. Regresan otra vez a sus rutinas, a sus
urgencias, a sus mundos de prisas y preocupaciones, de llantos y de risas, de
luces y de sombras…
Durante las últimas horas de
la tarde es poco lo que altera la quietud que suele reinar entre aquellos
muros. Pocos visitantes quedan recorriendo los sinuosos senderos del
cementerio.
Más demorada que de
costumbre llega, por fin, casi a la hora del cierre, la solitaria muchachita de
sus desvelos. Se quedará como de costumbre por lo menos media hora, hablándoles
a sus abuelos como si allí estuvieran, arreglando las flores, limpiando las
lápidas, sacando lustre a las ya muy pulidas cruces de bronce.
Parece que no tiene mucha
noción de la hora. Ensimismada como está en sus ofrendas y rezos no percibe que
han cerrado ya las puertas de la entrada principal y están a punto de hacer lo
mismo con las secundarias.
La impaciencia del personal
de mantenimiento por acabar con sus tareas hace que ninguno tome en cuenta la
presencia de la muchacha que se verá sorprendida por la llegada de la noche.
Por un momento se instala en
su conciencia una idea que hubiese sido muy propia de su anterior existencia:
aprovechar las circunstancias extraordinarias que esa noche tan especial se les
brinda a las almas irredentas, para acercársele
a la muchacha…enseguida desestima como inadecuada y poco feliz aquella
ocurrencia. Nada menos romántico que un alma en pena flotando entre las lápidas
de un cementerio como para enamorar a una joven!!!...la sola idea se le ocurre
absurda y lamentable, poniendo al descubierto su nada envidiable situación de
ánima que vaga indecisa entre el filo de dos mundos, sin comprender siquiera a
qué se debe su enigmático destino.
Por otro lado, la ansiedad
por volver a sentirse liberado de su cárcel estatuaria se le vuelve
insoportable. No ve la hora que el último rayo de sol caiga sobre los muros del
cementerio para que con el manto estrellado de la noche se liberen, por fin,
los espíritus de su mudo suplicio.
Reencontrarse con la
posibilidad de recorrer, al menos, los entornos de su cementerio – su lúgubre
mundo inmediato – se le plantea como una maravillosa aventura, añorada
experiencia que intenta renovar en su memoria una y otra vez mientras dura su
anual letargo inerte de trescientos sesenta y cuatro días.
Han sido casi doscientos,
hasta ahora, sus escapes momentáneos. De a poco ha ido tomado idea de sus
capacidades. La primera vez que lo intentó, aquel lejano primer Día de
Difuntos, desperdició la mayor parte del breve tiempo disponible tratando de
ubicarse frente a la ya casi olvidada noción de tridimensionalidad del mundo
material. No le resultó fácil familiarizarse otra vez con las relaciones
espaciales, movilizarse en función del largo, ancho y alto de las cosas se le
presentó de veras complicado. Algo casi innato para los mortales resulta
sumamente novedoso para los imprecisos fantasmas primerizos. De ahí que algunos
prefieran atravesar directamente los muros y las puertas de las construcciones
que los contienen.
Contrario a lo que se
pudiera pensar, no lo hacen por el simple afán de impresionar a algún mortal
que tenga la infrecuente oportunidad de toparse con ellos, más bien recurren a
esa práctica – en apariencia sumamente dramática – por pura comodidad.
No era su caso. Con el paso
de los años había logrado dominar en forma asombrosa todas las técnicas. Había
conseguido hasta utilizar los picaportes y abrir cerrojos... y estaba muy
orgulloso de ello.
De repente se reencontró
divagando en pensamientos poco trascendentes y esa curiosa manera de alejar la
inquietud que le provocaba la cercanía de la muchacha y la pronta llegada de la
noche, le hizo bastante gracia.
En eso estaba cuando un
sonido conocido quebró la soledad de sus pensamientos: habían cerrado al fin
todas las puertas.
El golpe seco sobresalta a
la muchacha, que interrumpe bruscamente sus rutinas de lamentos y oraciones.
Lógicamente reacciona con desesperación. La idea de quedar encerrada entre
aquellas paredes y tumbas no se le presenta como tentadora y sin resguardarse
en sus pudores habituales, comienza a gritar desesperada. Nadie le responde.
Corre hacia el ingreso del cementerio y golpea insistentemente el portón
metálico mientras clama infructuosamente para que alguien la ayude.
El cielo ya está mostrando
sus rojizos más tenues. La noche se abre paso entre las lejanas luces de la
ciudad que se enciende. Y ella se encuentra allí… inmensamente sola y
aterrorizada.
Comienza a llorar con
impotencia golpeando sin cesar el inexpugnable portón de ingreso.
Mientras tanto, entre la
penumbra de los álamos más alejados, algo extraño se mueve, apartando sin
cuidado ramas y hojas.
Ocultos por las sombras, los
ya habituales vándalos sacrílegos avanzan lentamente hacia el camino central
del cementerio. Traen velas, mazos y alcohol, mucho alcohol. Están
terriblemente borrachos y sin siquiera preocuparse por que alguien pudiera
escucharlos comienzan a escuchar música en sus insufribles aparatos. En
realidad no es música. Son burdos ruidos y sonidos guturales, palabras
indescifrables que repiten a modo de aullidos mientras mueven sus cabezas al
unísono.
El hecho de verlos llegar,
en ese estado, con sus extraños modos y gestos obscenos le resulta
particularmente incómodo a su habitual serenidad fantasmal. No puede dejar de
pensar que la pobre muchachita está muy cerca, indefensa y asustada, clamando
por la ayuda que no llega. Nada bueno se puede esperar si se produce el
inevitable encuentro.
Sin que su inquietud logre
aún movilizarlo, desde lo alto del ángel custodio, apenas logra escuchar
algunas palabras de las que esos bárbaros le dicen a la joven, que intenta
ahora gritar más fuerte para que alguien, del otro lado del portón, venga en su
ayuda.
Burlas, insultos, juegos
violentos. Uno de los ebrios del grupo empuja intencionalmente a la desgraciada
joven, haciéndola rodar por las escaleras. Eso basta para sacarlo de quicio. Su
ira aumenta aunque aún no logra manifestarse fuera de su continente de piedra.
A alguno de los más
desquiciados se el ocurre ahora forzar la puerta de la capilla. Consiguen
abrirla golpeándola con palos y pies. Arrastran hacia el interior a la que ya
han elegido como víctima y se disponen a iniciar lo que se les ha ocurrido
llamar un sacrifico satánico.
Nunca le había tocado
presenciar algo tan siniestro y espantoso. En todo el tiempo en que su ente
fantasmal debió acostumbrarse a convivir con lo tenebroso y macabro jamás
imaginó que algún mortal pretendiera tentar con semejantes atrocidades el
oscuro poder de las tinieblas.
Atando de pies y manos a la
aterrorizada muchacha que grita infructuosamente pidiendo socorro, los
desalmados salvajes comienzan a arrancarle las ropas mientras riegan con
alcohol y orín el lugar más sagrado de la capilla.
Coincidiendo con el chillido
agudo con el que, quien parece ser el cabecilla, incita a los demás para que
destrocen y profanen cada rincón del
oratorio, la gracia de su liberación se concreta y por fin su íntima condición
de fantasma se hace visible.
Su ira no puede ser más
grande. La gran carga de ansiedades acumuladas a lo largo de siglos de
reclusión forzada le estalla por dentro, sumándose a la inmensa indignación que
siente ante la barbarie descontrolada de esa horda de imberbes irreverentes que
no respetan ni a muertos ni a vivos.
La energía de su etérea
naturaleza fluye a su alrededor haciendo que su aura se torne intensa y
radiante. Los contornos apenas delineados del que fue su cuerpo van poco a poco
cobrando definición y la expresión de su rostro se muestra realmente
terrorífica. El estallido incontenible de su furia se manifiesta como nunca
antes había experimentado. Se podría decir que rayos y truenos brotan de su
ser, provocando un estrépito inesperado que quiebra el silencio sepulcral de
aquel campo santo.
La orgía de desborde y
barbarie desatada en el interior de la capilla cesa de inmediato. En ese preciso momento, en el cielo, negrísimos
nubarrones cubren la luna, que hasta entonces, había acompañado como mudo
testigo el burdo intento de aquelarre.
Sin más dilaciones irrumpe,
como inesperado convidado sobrenatural, dentro del recinto profanado.
Los rostros de los bravucones
se tornan tan blancos como el mármol de las lápidas que rodean al oratorio.
Casi al unísono, los que eran aullidos de lujuria desenfrenada pasan a
asemejarse a gritos de infantes aterrorizados.
La joven víctima, maniatada
sobre el altar, ahogada en sus gritos por los jirones de su propia ropa, a
punto casi de ser ofrecida en sádico ritual de sexo, sangre y desenfreno, se
desmaya al verlo. Mejor así. Él no quiere que se impresione más aún por lo que
vendrá.
Lo primero en salir
disparado a modo de saeta es un estilete con el que uno de los sacrílegos
atravesó una imagen religiosa que ornaba de piso a techo una de las paredes.
Con toda su furia desatada y
utilizando sus mejores técnicas en manipulación de objetos, la cuchilla
destellante atraviesa más de cinco metros, impulsada con una fuerza tal que lo
sorprende a él mismo. Con gran precisión, culmina su trayecto de muerte
clavándose en medio del pecho del que fuera su dueño.
Llega el turno de un
candelabro de bronce. Pesada y valiosa reliquia que se encuentra en la capilla
desde que una familia muy encumbrada de la ciudad lo donara a modo de homenaje
en nombre de su hijo fallecido hace ya varias décadas. El voluminoso artefacto
se alza impetuoso, respondiendo a su voluntad, elevándose firme por sobre el
altar. Mientras la estupefacta banda de imbéciles ni siquiera logra articular
alguna posible estrategia de defensa, el lujoso candelabro es impelido con suma
violencia hacia uno de ellos, que cae aparatosamente hacia atrás, siendo
atravesado, desde la espalda hasta su frente, por un filoso trozo de vidrio que
sobresalía de uno de los ventanales rotos.
Son tres los que aún siguen
con vida. Uno de ellos reacciona y consigue lanzar el candelabro contra su
etérea apariencia incorpórea. Como era de esperar, de nada sirve. El candelero
lo atraviesa sin hacerle mella. Esto hace que el pánico de los improvisados
profanadores aumente conforme van tomando conciencia que la naturaleza
fantasmal es inmune a todo lo que la insignificancia de sus recursos intente consumar.
Por fortuna la joven aún
continúa inconsciente y aprovechar esa circunstancia es lo que ahora él asume
como prioridad. Deberá concluir su tarea lo más rápido posible para que la
pobre no sufra más de lo que ya ha padecido.
El grupo de bastardos irreverentes
huyen fuera del oratorio con la absurda idea de intentar guarecerse en la
oscuridad de la noche. Rápidamente caen en la cuenta que es allí donde menos
favorecidos se verán sus vanos intentos de escape.
Las tinieblas son desde
siempre el ambiente más propicio para cruzarse con algún ánima solitaria que
intente aliviar su eterna condena. Sumémosle a eso que el lugar donde uno se
encuentra es un cementerio y más aún, transitando la Noche de Difuntos,
cualquiera sabrá concluir que esa será una velada que nunca podrán olvidar.
Los primeros en toparse con
ellos fueron los siameses. Dos pobres ánimas gemelas que aún perduran unidas
por el ectoplasma a la altura de la cintura y realizan en forma permanente
extraños vaivenes en sus desplazamientos. Eso les otorga un particular
dramatismo, inusual aún hasta para un espectro.
Luego fue la vieja
Candelaria. La pobre ánima vaga sin sentido, cada Noche de Difuntos, desde la
inauguración del cementerio. A estas alturas está tan perdida que ni siquiera
advierte por donde levita. Hasta es capaz de atravesar otra ánima si el azar
hace que se crucen en alguna sendero estrecho. Su cara esquelética está tan
raída que hasta luce colgajos putrefactos a cada lado de lo que alguna vez
fueron mejillas. Para colmo de males las órbitas de sus ojos lucen vacías, detalle este que le quita el poco
resquicio de humanidad que hasta hace
unas décadas le sobrevivía.
Sin duda fue el
indescriptible terror que sintieron al verla, lo que provocó que uno del trío
se arrojara de lleno sobre una verja muy elaborada que circunda el panteón de
los Fernández Fuentes. Esa ilustre familia, de destacada trayectoria, desde
siempre se dedicó a la manufactura de bronces y herrajes, llegando a estar sus
enrejados dentro de los más reconocidos de toda Latinoamérica. Por ese motivo,
haciendo quizás un gesto de innecesario alarde, su panteón familiar está
rodeado de una triple hilera de astas anudadas culminando cada una en una aguda
punta de lanza finamente labrada, confeccionada con el bronce de mejor calidad
que se pueda conseguir en toda la región. Fueron esas tres hileras de punzantes
alabardas las que ensartaron, con la facilidad con la que se perfora la
manteca, el flácido cuerpo del más insignificante de los aspirantes a
adoradores de Satán.
Si aún fuera posible, se
diría que el pánico de los dos sobrevivientes se duplica al escuchar el
desagradable crujido de los huesos del gordito ensartado en la verja. Uno de
ellos queda literalmente seco por el espanto…el que, paradójicamente, al mismo
tiempo provoca una profusa humedad en sus pantalones.
A SOLAS, BAJO LA LUZ DE LAS
VELAS
Sólo queda en pie el que
gusta de sentirse líder de esa sarta de aprendices demoníacos. En un rapto de
inesperada lucidez - quizás fuera muy intuitivo - el despreciable personaje
gira raudamente sobre sus pasos y retorna a la capilla.
Por alguna señal que quizás
supo interpretar en su furiosa mirada espectral o tal vez por simple
especulación masculina, en un
desesperado recurso para intentar preservar su vida, el vandálico sujeto
presiente que no es gratuita la intervención fantasmal en defensa de la que
casi fuera por ellos ultrajada y asesinada.
Asiendo por los cabellos a
la pobre muchacha que ya estaba volviendo en sí, pone con violencia y
desesperación ante su garganta la afilada navaja que el desgraciado guardaba
entre sus ropas. Con mirada inquieta y sonriendo nerviosamente, desafía al
espectro sin necesidad de decir palabra, teniendo la certeza que el motivo de
aquella irrefrenable intervención sobrenatural se ha debido a algún tipo de
atracción especial que el fantasma siente por la muchacha.
La respuesta no se hace
esperar. Con inusitada rapidez, haciendo gala de la capacidad que exclusivamente alcanzan las ánimas más
expertas y sin darle tiempo ni para que aquel cobarde se asombre, extiende lo
que otrora fuera una mano y lo toma firmemente por el cuello. Mirándolo
fijamente a sus ojitos ahora ateridos por el pánico, abriendo su boca
sepulcral, deja salir por ella el fluido pestilente de su aliento añejado por siglos…
y gozando enormemente con semejante ocurrencia, simplemente le exhala en la
cara hasta que el infame se desvanece.
Pese a no haberla buscado,
el destino le brinda la ocasión previamente soñada. Se halla así, frente a
frente con su enamorada, a solas, iluminados apenas por unas cuantas velas
encendidas y la romántica presencia de la luna que se filtra, mágica y bella,
por entre los vitrales.
El efecto logrado no fue el
esperado… o sí… la joven se deshace en un grito agudísimo, asustada a más no
poder a pesar de haber presenciado la forma elegante con que aquel ignoto
fantasma le acababa de salvar la vida.
Lamentablemente otra vez se
desmaya. Es ahí cuando el pobre comprende plenamente que ya nada le queda por
hacer en este mundo de vivos.
Al contemplarse junto a ella
en el espejo que enmarca el altar de la capilla, aquella ánima en pena recuerda
claramente la que fue alguna vez su vida. En aquellos años, cuando en la
plenitud de su juventud de niño rico y privilegiado gustaba de seducir jóvenes
incautas y sensibles, alguna vez no reaccionó con el coraje y la caballerosidad
que su honorable cuna le hubiese dictado y huyó…como un absoluto cobarde,
dejando a merced de un par de borrachos a la muchachita que en él había puesto
su corazón y su confianza. Durante su huida, mareado por el alcohol y apremiado
por las ansias de ponerse a salvo, calculó mal la distancia que lo separaba del
bote que lo aguardaba y cayó al río… muriendo absurdamente, ebrio y pusilánime,
mientras en su interior lo seguía carcomiendo la indigna actitud con la que
había procedido.
Sin duda fue su culpa la
que, hasta entonces, decidió mantenerlo prisionero en su propia tumba,
aguardando el momento indicado para que el destino le brindara la oportunidad
de redimirse alcanzando así, la anhelada liberación de su alma.
Luego de destrabar las
puertas -su impecable técnica de abrir cerrojos le fue por fin sumamente útil -
cubriendo el cuerpecito delgado y suave de su enamorada con un cortinado, se
dirige hacia el ingreso del cementerio llevándola en sus brazos. Cruza el hall
principal y se dirige presuroso hacia la oficina del custodio que suele, en
lugar de mantenerse alerta, dormitar la mayor parte de la noche. Con suma
delicadeza acomoda a la muchacha en una de las bancas de la cercanía y acariciándola
apenas con las puntas de sus dedos espectrales, la contempla tiernamente
mientras la delicada criatura vuelve en sí.
Esta vez el miedo no se
apodera de ella. Quizás ahora logra atisbar en aquella mirada algo que ya no la
inquieta… o quizás, a estas alturas, ya se ha acostumbrado a verlo cada vez que
se despierta de sus desmayos. Lo cierto es que no grita. Más aún, se mantiene serena.
Intenta, entonces, quien
alguna vez fue galán y ahora es apenas débil rastro en el mundo material en el
que quedó atrapado, confortarla y animarla.
Se apresura para explicarle
que no todos los muertos permanecen como él en aquella condición imprecisa. Se
esmera en aclararle que no son flores y llantos los que mantendrán vivo el
recuerdo de sus abuelos, ni que es la tristeza perpetua la manera de honrarlos.
Se esfuerza por hacerle comprender, que la vida es breve y merece ser vivida en
plenitud, a conciencia, con la alegría de quien se sabe íntimamente acompañado
por quienes lo amaron, aunque ellos ya no formen parte de este mundo.
Mientras su identidad se
hace luz y transmuta definitivamente, logra ver por breves instantes y por
última vez, la imagen de su propio rostro reflejado en las pupilas de la
muchacha.
Ella, agradecida, con toda
la ternura de su corazón, le sopla un
beso desde sus labios y le regala la mejor de sus sonrisas.