Un alocado aporte a la convocatoria semanal de Sindel
DE OJOS
No he podido pegar un ojo en toda la noche por lo que convoqué a mi
socio muy temprano -cuatro ojos ven más que dos-
y antes del alba ya andaba yo lápiz y libreta en mano anotando todo lo que mis ojos de lince notaron fuera de lo usual la noche
anterior, durante el festejo organizado a bordo.
Poniendo
los ojos en blanco como si estuviera en trance, me esforcé para recordar
bien la escena del baile, previamente al robo y en un
abrir y cerrar de ojos, logré revivir
cada detalle con precisión, ya que como siempre me han dicho, tengo ojo clínico para los
asuntos detectivescos aunque no es ese mi oficio.
A ojo de
buen cubero, estimé que debería haber habido unas treinta personas invitadas
a la fiesta, más el personal de catering, que no superaban los seis o siete.
Lo primero que vino a mi mente al
evocar los momentos culminantes del brindis fueron los ojos
desorbitados del duque escrutando el profundo
escote de la millonaria que lucía sin pudores su famoso diamante Ojo de Agua, célebre en
el mundo entero por su gran tamaño e impoluta transparencia.
Otro que no
le sacaba los ojos de encima al collar ni a la ostentosa dama, fue el capitán
del yate El ojo de la tormenta, navío en que se
desarrollaba el evento.
Mientras la millonaria hacia su
entrada triunfal, alguien soltó: “eso debe haber
costado un ojo de la cara” haciendo que nacieran entre los invitados varias
risas contenidas.
Durante el primer vals, la
excéntrica millonaria se arrimó al ojo de buey más
cercano y solicitó abrirlo, ya que sentía que el aire en el salón estaba muy
caldeado. Disimulando tras su abanico, la robusta dama se dedicó a comer con los ojos a un joven camarero que convidaba
entremeses.
El joven no pareció notar las
miradas en un principio, por lo que uno de sus colegas -que mal disimulaba un ojo morado- se encargó de abrirle
los ojos ante semejante flirteo, al que el joven respondió con forzadas
sonrisas. Más tarde -lo comprobé yo mismo a través del
ojo de la cerradura- sé que cedió a los amorosos requerimientos por lo
que fue monetariamente recompensado.
Un gordito de ojos saltones, apretujado en un frac que parecía
prestado, se acercó en un momento a la ricachona intentando iniciar
conversación. La millonaria se las ingenió para alejarse de allí simulando poner los ojos en un gran óleo que decoraba el salón
justo antes que se apagaran las luces dejando todo a oscuras. Luego de unos
minutos, la luz se repuso, los invitados se tranquilizaron y de repente la
millonaria exclamó desesperada: ¡Me han robado! ¡Me han robado el Ojo de Agua!
De más está decir que después de
aquello, los que antes confraternizábamos amablemente terminamos mirándonos con
malos ojos, pensando lo peor unos de otros. A ojos vista, cualquiera de los asistentes pudo ser
el culpable… Salvo yo, por supuesto.