Habiendo cruzado el umbral
terreno que a cada una le fue marcando su destino, ellas se encumbran plenas, cristalinas,
luminosas, invisibles para el ojo desentrenado pero puntillosamente definidas
para mí, que parezco ser el único ser viviente que logra verlas.
Lentamente, apenas desprendidas
de la pesadez de sus cuerpos caducos, se
elevan ingrávidas hacia lo alto en una especie de suspiro trascendente que
preanuncia su inmortal trayecto.
En el punto más alto, más
inalcanzable, justo donde la capa de ozono comienza a diluirse para hacerse
parte del espacio exterior, justo ahí… ellas, con sus sutiles formas, coinciden
para juntarse por última vez antes de dejarse llevar hacia el infinito.
Mientras ascienden gráciles, levitando
sin ataduras, van paladeando la inmensa libertad con la que se reencuentran
luego de tanto tiempo. Su íntima y primigenia naturaleza ya casi olvidada
vuelve a resurgir con plenitud y disfrutan con enorme goce, como desperezándose
luego de atravesar ese pesado sueño que desde aquí llamamos vida.
Ascendiendo hacia los cielos las
almas de los recientes muertos se aproximan unas a otras, se presienten, se
reconocen, se regocijan y celebran por ese triunfal reencuentro. Cada una lleva
prendida la conciencia de lo que aquí fue pero a la vez, la individualidad de
sus pesados egos se desvanece a medida que se elevan, liberándose de las penas y de las ataduras que aquí mismo supieron construirse. Han llegado al
final de la transformación, han culminado su metamorfosis de redefinición y
celebran por ello.
Con fraternal complacencia ellas se reencuentran,
se entremezclan, se extienden y se complementan, volviendo a sentirse parte de
ese Todo sustancial que les inspiró en su momento el origen de su esencia y
hacia el cual, luego de tan largo tránsito, se disponen a retornar.
Más relatos en el blog de Juan Carlos