La luna sube redonda por la calle
antigua, desierta y empedrada. Hay algo en la irreal belleza de su luz que trastorna
todo lo que toca. Ruinas de muros milenarios… rastros de violencias viejas…
cenizas ardientes de recientes batallas…todo cobra, por instantes, un clamor de
alerta, un llamado triste a las conciencias terrenales…
Desde lo alto y por contraste,
ella desnuda con su presencia lo que han sido tantas jornadas. Gritos, hambre,
dolor, miserias. Todo nacido de lo peor del corazón humano. Mientras tanto,
ella allí, nos contempla lastimosa sufriendo en su carne lo que el odio y la
violencia desbordada han desgarrado aquí abajo.
Nos mira ya sin indulgencia. Nos
contempla desolada e impotente frente a tanta estupidez desplegada pese a su
constancia maternal. Avergonzada, desde
lo alto, sufre con apenada resignación la triste dirección con que hemos emprendido
nuestro camino. En lugar de elegir ser espejo de su naturaleza
constructiva hemos insistido en ser destructores de todo lo que pretendemos
manipular y dominar.
Desde los comienzos, los hombres
hemos querido entronarnos como señores de la guerra, amos y propietarios de lo que
no nos pertenece. Tierras, naciones, hermanos, culturas, el conjunto mismo de
la creación. Todo hemos ido destruyendo, a cuenta de creernos superiores, asumiendo
la potestad de decidir sobre los demás sin considerar ni su voluntad, su manera
de pensar o su propio destino.
Ella, en su plenitud, sabe que la
eternidad no existe para los pobres mortales, y que, por nuestra propia
incompetencia aceleramos nuestro fin a medida que avanzamos por este ingrato
camino. Seguramente al contemplarnos desde su trono de noche y estrellas, ella
llore en silencio por nosotros, porque comprende que ya no es mucho el tiempo
que nos queda…
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