Me sumo esta semana a la propuesta juevera que nos hace Charo desde su blog. Me disculpo por no haber logrado acotar más el texto. Para leer todos los relatos, dar clic aqui.
La tormenta había menguado y
pensó que esa era la señal que aguardaba. Apenas amaneciera tomaría la pala y
se dirigiría al rincón más remoto del prado y comenzaría a excavar. La tierra
estaría más floja a causa de la lluvia caída y eso le facilitaría la tarea. Su recientemente
descubierta fuerza de voluntad supliría la fortaleza física de la que carecía y
nada podría detenerla ahora que había tomado la drástica resolución. Hacerlo no
había sido nada fácil, no fue producto de un impulso irreflexivo en un momento
de crisis. El proceso interior que la llevó a decidirse fue cincelado por
largas horas de maltrato y humillaciones. Debió enfrentar en soledad todos los
temores acarreados desde su infancia, el mandato paterno al sometimiento
conyugal y la impotencia de saberse menos que un cero dentro de un matrimonio
sin amor.
Luego de tantos desengaños, con
inusitada confianza por fin se disponía a dar un giro en su vida. Su marido estaría
por varios días más en el pueblo, por lo que aprovecharía su ausencia para
escaparse. Se le ocurrió que sería apropiado poner fin a ese período doliente
de su vida con un gesto simbólico acorde: tomaría todo lo que de alguna manera
se enlazaba con su sufrimiento, lo metería en un pozo y le prendería fuego, para
así enterrar su pasado para siempre.
¡Por fin el alba! Casi ni
desayunó por la impaciencia. Sin preocuparse por el desorden se dirigió al
desván en donde se arrinconaban los trastos y de un viejo arcón desempolvó su
ajado vestido de novia y el pequeño ramillete de azahares que alguna vez armara
llena de ilusión, se sacó con desdén el delgado anillo que llevaba desde
entonces y fue envolviéndolo todo como un bulto de desechos. Le agregó al
paquete un diario íntimo en el que fuera contando a modo de catarsis sus
penurias de mujer sometida. Con la presteza que se requiere en los momentos trascendentes,
tomó una botella de kerosene, los fósforos y una pala y se dirigió al sitio en
donde decidiera enterrar sus muertos.
Bajo un árbol de poca sombra
descubrió un sector donde la pala se hincaba con mayor facilidad. Daba la
impresión que el suelo hubiese sido recientemente removido. Luego de varias
horas de trabajo, el pozo obtenido fue
de la profundidad que consideró adecuada para enterrar sus cosas, pero justo
allí se topó con algo que no pensó encontrar: un cofre de medianas dimensiones
y herrajes oxidados salió a la luz y con él, la lógica curiosidad por saber qué
contenía. Debió recurrir a un viejo cuchillo de cocina para abrir el cerrojo.
Tuvo que hacer mucha fuerza para lograrlo, tanta, que el antiguo mango de
madera se quebró dejando el nervio de la hoja expuesto. Clavó en la tierra el
improvisado instrumento justo al lado del cofre recién abierto, mientras
observaba pilas de monedas relucientes asomando desde el interior.
Ansiosa, terminó
de desenterrar la caja y la revisó con atención. Descubrió en ella varias fotos
de su esposo rodeado de mujeres en un burdel, bebiendo y jugando póquer con
otros hombres de igual talante. Se indignó recordando las penurias que siempre
debió hacer para lograr servir una mesa digna con el poco dinero que su avaro
marido le dejaba para los gastos de la casa. No salía de su estupor cuando de
improviso sintió una mano sobre su hombro empujándola con violencia.
-¡Maldita! ¡Quién te ha dado
derecho a hurgar entre mis cosas!-
Su respuesta fue tan inesperada
como irreflexiva: tan sólo girar y pegarle con la pala que aún sostenía en sus
manos, haciéndolo caer en el mismo pozo que recién había cavado. Su impulso defensivo
fue la causa y el azar caprichoso, el que determinó que el hombre cayera justo
sobre el cuchillo clavado en la tierra. El ruido del cuerpo atravesado por el metal
fue seco y definitivo. Ningún otro insulto brotó de aquella boca embrutecida.
Después de unos segundos, la
mujer decidió que era hora de continuar con el rito que antes había iniciado: lanzó
sobre el cuerpo inerme su viejo diario, el ajuar nupcial y el maltrecho anillo
de compromiso, arrojó también las fotos recién descubiertas. Roció todo con
abundante kerosene y encendió uno a uno los fósforos que tenía en el bolsillo.
Con pasiva serenidad contempló como se hacían cenizas sus malos recuerdos. Luego
llenó cuidadosamente el pozo con la tierra húmeda, sacudió torpemente su
humilde vestido, y sin derramar una lágrima, se alejó de allí jurando jamás
volver.