Cuando era chica, los días anteriores a una Navidad, eran en sí mismos una fiesta. Durante todo diciembre, terminadas recién las clases, mi prima y yo nos dedicábamos con esmero a preparar tarjetas, versitos para recitar, canciones, obritas de teatro o mini pesebres vivientes para hacer de la noche del 24 un manojo de celebración y alegría porque la llegada de la Navidad, con Papá Noel incluido, así lo ameritaba.
No recuerdo exactamente cuántos años tendríamos pero muy a pesar nuestro llegó a nuestros oídos la versión de que el susodicho gordo barbudo vestido de rojo no existía de verdad, y que los regalos los traían los padres. Ese chisme nos llegó de boca de algunos compañeros de escuela que se empeñaban antes de tiempo en vivir un mundo de racionalidades que todo niño que se precie debe siempre combatir.
Pero una vez que la duda se ha instalado, es muy difícil erradicarla definitivamente (hoy tengo en claro que más de un dictador se vale de esa cualidad de inalterabilidad que tienen las versiones, pero esa es otra historia!)
Lo cierto es que en aquellos días, las malas lenguas lograron instalar en el altillo de nuestras tardes domingueras el rumor que el viejito de rojo no existía, y aquello atentaba contra los cimientos mismos de nuestro festejo navideño. La sola idea de pensar que los regalos se compraban en cualquier “tienducha” de barrio me sacaba de quicio. ¡Cómo pretender que eso sea cierto sin tirar abajo las inolvidables noches de víspera de Navidad, cuando ansiosos, los chicos intentábamos en vano lograr ver algo del trineo de nuestro personaje más querido de toda la mitología navideña!
Diría que en esa época era más importante este señor de la bolsa cargada que el mismo niño Jesús del pesebre (del que por cierto, era el cumpleaños, y que, a pesar de la enorme carga de expectativa juguetera que reinaba, nunca olvidábamos).
Como decía, en esos días previos dedicados a los preparativos, ese año ocupamos gran parte del tiempo a pensar en cuánto de verdad tendría esa horrible versión que nos había llegado.
Pasando rápidamente de la fe a la razón, intentábamos buscar lógicas soluciones a ciertos problemas fácticos que presentaba el hecho de que Papá Noel debiera recorrer a velocidades supersónicas las distintas casas que habitaban todos los chicos del mundo para que la entrega de regalos se hiciera en forma casi simultánea.
La respuesta más inmediata era que disponía de la magia necesaria para hacerlo, y ese aspecto no fue, en realidad más que una consideración menor ante el verdadero misterio del asunto: dónde habitaba y cómo llegaba. Esa era para nosotros la mayor incógnita de aquellas visitas anuales que tanto esperábamos y festejábamos.
El cuento que vivía en un lugar secreto del Polo Norte nos dejaba poderosas dudas: cómo podía ser que nunca nadie hubiera ubicado su refugio, con todos los adelantos técnicos que ya había en aquella época: si el hombre había llegado a la Luna, el hecho de que no hubiese podido descubrir aún el lugar exacto de la guarida de Papá Noel era demasiado poco probable.
El verdadero centro de operaciones debería ser otro, eso era seguro, pero cuál y cómo llegaría desde allí nos tenía intrigadísimas y había hecho que ese año nos atrasáramos en la confección de tarjetas y demás parafernalia navideña que solíamos preparar.
Ese domingo había llovido desde temprano pero paró luego del almuerzo, así que cuando dejó de llover dejamos el altillo para buscar inspiración al aire libre, en la terraza de la casa de mi abuela (tierra de juegos y aventuras que se adecuaba a cualquier contingencia).
Cuando salimos a la azotea, con el asunto del domicilio real de Papá Noel sin resolver y dándonos vueltas todavía en la cabeza, vimos que el cielo estaba todavía muy cubierto de nubes, algunas grises y otras más claras, pero de variadas formas y tamaños.
De repente, cuando miramos hacia el sur, presenciamos con gran asombro lo que sin duda fue lo que llaman un milagro de Navidad: en el cielo, poblado de nubes que parecían ser de algodón, pudimos distinguir con la claridad que sólo alguien de mucha fe puede lograr ver, el camino zigzagueante entre montañas cubiertas de nieve y pinos que bordeaban aquel sendero por donde sin duda alguna, el mismo Papá Noel nos mostraba desde dónde bajaba a la tierra en todas las navidades.
La imagen era tan bella y pintoresca que parecía igual a las postales que se suelen ver en las propagandas y en las tarjetas navideñas que vienen del norte, donde las navidades son frías y la nieve cae en forma de cortina suave. Esa fue la primera vez que tuve conciencia de lo que es una verdadera experiencia mística: nos sentimos tan cerca de aquel paisaje celestial que casi pudimos tocarlo, aunque no hizo falta: sabíamos de qué se trataba y como era lógico (y porque nosotras no éramos egoístas) inmediatamente fuimos a compartir esa maravillosa visión con los mayores, que estaban en su rutina dominguera de conversación y mate.
Bajamos la escalera gritando, maravilladas y emocionadas por haber sido elegidas como testigos de algo tan increíble como lo que habíamos visto; queríamos que todos fueran a contemplarlo, pero cuando al fin convencimos a algunos para que lo hicieran, así como mágicamente aquel celestial paisaje se había mostrado ante nuestros ojos, de la misma manera se esfumó ante los ojos de los adultos, que simplemente lograron ver alguna que otra nube que simulaba ser alguna montaña y nada más.
Ese hecho, lejos de desilusionarnos, nos terminó de convencer: aquel maravilloso sendero que se había abierto en el cielo y se extendía hasta tocar el suelo mismo, había sido un milagro de Navidad reservado sólo para nosotras dos, sin duda en premio por haber permanecido fieles a la inocencia que se requiere para ser niño y disfrutar de la maravillosa magia navideña.