EL ESPEJO
1-UNA RUEDA INACABABLE
Otra tarde de domingo estaba acabando. El cielo, enrojecido por el sol que parecía despedirse llevándose con él la sensación de tregua momentánea, variaba sus colores minuto a minuto.
El hombre, en silencio y soledad, hubiese querido que no fuera así. Si dependiera de su voluntad, el tiempo podría detenerse para siempre allí, en ese preciso momento, justo antes que la tarde muriera y se hiciera noche… y la esperanza que aquel fuese un fin de semana especial agonizara con la oscuridad, apenas al encenderse las primeras estrellas de su nostalgia.
Su vida era gris. Al menos él lo sentía así…y aquel momento culminante de la semana solía hacer que sintiera más aún la pesadez de retomar su rutina habitual, haciéndole sentir que otra vez comenzaba la rueda inacabable de monotonía y rituales repetidos, de tareas cotidianas que oxidan el alma, de amaneceres sin promesas y noches sin euforias, del precario equilibrio en el que oscilaba día a día su vida unitaria y previsible. Ni siquiera le quedaba el consuelo de sentir que aquel transcurrir de chatura y costumbre implicara seguridad o certeza.
Todo lo contrario, el ajetreo y la inestabilidad propios de la época hacía que los vaivenes de todo lo que pasaba a su alrededor lo afectara en forma íntima y profunda, socavando la poca confianza que le quedaba en la especie humana y su ya escasa vocación de sueños.
Meditando sobre lo previsible de sus días y la insolvencia de sus ilusiones se fue a dormir, ensimismado en la impotencia de no estar conforme con lo que era ni en lo que se habían convertido aquellas ilusas expectativas de su juventud.
El agudo llamado del despertador perforó el silencio de su noche, abriéndole otra vez paso a la tan tediosa mañana del lunes que desde siempre lograba opacar su humor en demasía.
Se duchó con el agobio de lo que es costumbre. Bebió su café con la inercia de lo que es sólo rito de subsistencia. Ni encendió el televisor. Menos aún la radio. La catarata de malas noticias y quejas solía aumentar, como era de esperar, el desgano de sus lacónicos despertares.
Dejó las instrucciones, junto con el pago, para la señora de la limpieza que llegaría en unas horas.
Tomó las llaves del auto y como quien retoma el camino de un sufrimiento se lanzó a la impiedad de la ciudad que se desperezaba en un bostezo.
Buscando no pensar, dejando que su cerebro opere mecánicamente, condujo como siempre su auto hasta el centro, ingrato corazón de la urbe en que nació y que lo mastica lentamente.
Como uno más de los individualistas nadies que se suman a la maquinaria despiadada que los deshumaniza día a día, se siente un ser miserablemente anónimo, desconocido, apático, sin envergadura…minúscula porción de lo que antes quizás fue humanidad y hoy apenas le resulta ser sistema. Engranaje sin nombre dentro de una totalidad que no le da cabida a la solidaridad y menos aún a los sueños.
La jornada transcurrió como todas, entregándose el hombre a ella con la aceptación de quien no tiene más remedio.
Las luces de la ciudad ya se encendían abriendo otra vez paso a la noche que con su breve alivio interrumpía, misericordiosa, la angustiosa agonía de los que sobreviven en lo urgente.
2-JUEGO DE LUNAS
Al llegar a su casa un inusual llamado de su hermana alteró la frugal cena de alma solitaria. Casualmente le solicitaba su ayuda en la ingrata tarea de desmantelar la vieja casona de la abuela. Luego de la reciente muerte de la anciana el caserón sería vendido y habría que darle destino a lo poco del mobiliario que se salvaría de ir a parar a alguna institución de ayuda para los más necesitados.
Quedaron en encontrarse el fin de semana siguiente. Ambos tenían una vida atareada y horarios intransigentes.
El pedido de su hermana hizo que sin quererlo su emoción se adueñara de sus recuerdos y lograra, como entre nubes, trasladarse hacia los primeros años de su infancia en los que solía pasar los domingos, junto a su familia, en aquella casona tan querida, de galería sombría y salones acogedores. Allí los juegos infantiles se apropiaban de los rincones de ensueños, donde cada hueco era una cueva de piratas y cada escalón una colina o el mismo Everest.
Sus acostumbrados incomprensibles flashes oníricos fueron esa noche, por el contrario, nítidas evocaciones. Aquellas caras amadas cobraban otra vez la frescura de la vida, las promesas de lo que es nuevo.
A la mañana siguiente una extraña impaciencia lo invadió, ansiando que la llegada del encuentro no respondiera a la cruenta lentitud que suele adoptar el tiempo, cuando el corazón requiere, en cambio, que se acelere el paso de las horas.
Por fin, llegó el sábado y sin que encontrara lógica alguna, la proximidad de la cita le provocaba un deleite especial que hacía mucho no paladeaba.
No fue lo que esperaba. La sensación que experimentó al reencontrarse con aquella casona ya abandonada, asfixiada por la falta de habitantes, hizo que la dulce nostalgia que lo había embargado desde el momento del llamado se diluyera, dando paso a la tristeza hueca que se siente luego de rememorar idealmente una belleza y reencontrarla después de muerta.
El olor acre del polvo del tiempo cubría el viejo mobiliario que décadas atrás sus manos de niño curioso, siempre dispuestas a las nuevas sensaciones, recorrían alerta, acariciando cada curva de la madera tallada como quien busca comprender con sus sentidos un milagro.
La sensación de encontrarse dentro de una gran tumba de la que su propio pasado era parte, lo embargó en forma tal que una lágrima imprudente se dejó caer por su rostro.
La premura que su hermana llevaba por culminar la tarea que los había convocado lo fue contagiando, de manera que fueron pocas las reliquias que ameritaron ser rescatadas de aquel abandono: dos o tres jarrones de porcelana azul, un álbum gastado con desteñidas fotos familiares, un juego incompleto de cubiertos de plata, una lámpara con caireles de cristal, algunos bronces y un no muy grande espejo de pared con marco de madera repujada. Apenas verlo supo que era lo único que quería conservar para sí.
En su luna espejada, polvorienta y apagada, de inmediato recordó ver el reflejo de su amada abuela, anciana ya, peinándose con cuidado su largo cabello cano. Con la elegancia que sin duda tendrían las hadas si existieran, los dedos blancos y finos de su abuela trenzaban con maestría de ángeles sus cabellos de nieve sin necesidad de ver, apenas guiados por el reflejo de su rostro que adivinaba, una a una, las volteretas de las mechas. En aquella época, esa mujer de edad sin tiempo se le antojaba a su alma de niño como portadora de la magia y sabiduría de las mejores heroínas de sus cuentos. En su mirada clara y sus ojos de cielo solía encontrar el consuelo, la ternura, la contención que da el cálido hogar cuando afuera sopla el viento.
Fue entonces eso lo único que se llevó: aquel espejo.
En su casa ya, mientras caía la noche, lo desempolvó. Mimó cada una de sus curvas cepillando con esmero e infinita ternura los pétalos labrados en aquel marco maravilloso.
El cristal espejado tardó algo más en pulirse. El gris de los años había dejado huella y lograr desprender la niebla de humedad y tiempo de aquel espejo requirió de mucho empeño.
Por fin, renovada en sus brillos, aquella magnífica pieza de destellos y flores exóticas recobró la belleza que ya casi había olvidado. Su luna plateada ubicada ahora sobre otros muros se disponía a enfrentar nuevamente al mundo con su reencontrada hermosura.
Curiosamente, en la posición que su halo había hallado, era también otra la luna que en el espejo se reflejaba: la eterna, la primordial, la de la noche… que iluminando con singular encanto parecía embelesarse contemplando en aquel otro esplendor su propia blancura.
3-UN EXTRAÑO SORTILEGIO
Así, en ese juego de sutiles reflejos, las dos lunas lograron sumirlo en extraño embrujo, cálido, placentero, atemporal, melancólico y envolvente.
En blando estado de somnolencia aquel hombre taciturno y solitario logró traspasar el marco de flores talladas perdiéndose entre los límites del tiempo, espacio y reflejos, y así transportado se halló con la absoluta certeza de estar y no ser visto en aquella lejana tierra de sus ancestros, en otros años, entre otras tristezas…
Desde un ángulo que no podía ser real, el hombre lograba ver ahora a otros hombres.
Uno, el más joven, era alto, no demasiado corpulento, con cierto parecido a él mismo que lo hizo intuir que se trataba de alguien de su sangre. No comprendió bien cuál fue el dato que lo corroboró, pero tuvo la certeza que se trataba de su propio abuelo, aquel que no alcanzó a conocer, ese que vino a estas tierras desde lejos, con su joven esposa y dos pequeños. Más tarde luego de haber cruzado el Atlántico, les nació otra hija, esa que muchos años después sería su propia madre y que sin haber conocido la tierra de sus ancestros siempre supo que la nostalgia hacia aquellos rincones habitaría en ella para siempre.
El otro de los hombres, mucho más viejo, apenas podía moverse. Postrado en un camastro, iluminado su rostro cansado por la tenue luz de una vela, sabía que estaba próximo a morir y con la convicción de quien no tiene más tiempo, le encomienda a su hijo el lugar preciso en donde quiere ser enterrado. Será bajo un viejo olivo, ese que su padre plantara, allá lejos, en otro siglo, cuando con sus propias manos sacó una a una las piedras de su pedazo de tierra y allí se decidió a vivir, a sembrar, a criar a sus hijos, a soñar…y también a morir. El hombre más joven sabe que no es mucho el tiempo que le resta. Le sostiene la mano con infinita tristeza. No sólo porque intuye que pronto su padre va a morir, sino porque también comprende que no estará allí para llevarle flores a su tumba cuando llegue la primavera. El hambre y la guerra lo apremian y pronto deberá partir intentando alcanzar un sueño. Un mundo nuevo lo espera y ese otro, el tan amado, quedará atrás para siempre. Sus tierras, sus padres, su historia, su vida, sus amigos, su lugar, sus costumbres…todo deberá dejar, llevando sólo una esperanza, su mujer, sus hijos y apenas algún recuerdo. Cuando el sol sale nuevamente en el horizonte espejado, el viejo ya ha cerrado para siempre sus ojos. El más joven, ahoga entre lágrimas su despedida.
Desde su privilegiado sitio de testigo sin tiempo, logrando sentir y comprender toda la angustia y el miedo de los otros como si fuera propio, el futuro nieto observa el pasado de su abuelo con la nitidez con la que se enmarca aquella lejana realidad dentro de la luna mágica del espejo.
Atado a dos polvorientas valijas, embalado entre cuatro maderas, el espejo tallado acompaña a los desterrados en su travesía, símbolo espejado de alguna vieja quimera, el espejo cruza poblados, ríos y océano para llegar después de meses hasta la que fuera la tierra prometida. En aquellos primeros años el espejo cuelga sobre un muro descascarado, lujo impensado entre las paredes de un pobre conventillo de aquella extraña ciudad arcana y cenicienta. En su reflejo se trasluce el esfuerzo, las angustias, las injusticias, los sueños, las promesas incumplidas. También se van mostrando los primeros logros, el trabajo pago, los primeros ahorros, la certeza de lo que es posible. Espejados en la luna de reflejos los hijos van creciendo, las canas ennoblecen, los sueños se concretan, las paredes ya son propias, el horizonte se va ensanchando. Mudanza tras mudanza el espejo acompaña y atesora cada una de los momentos de las vidas sufridas y soñadas de aquella gente… y los hijos ya no son inmigrantes, son ahora hombres y mujeres arraigados en aquellas tierras. Se establecen, crecen, ganan y pierden, son parte viva en los sueños, de los que están, de los que se han quedado y de los que están por nacer.
El tiempo se desliza sin su acostumbrado ritmo dentro del espejo y los años se trastocan y se vuelven instantes y la historia de la sangre se muestra breve, auténtica, vigorosa…y el hombre se presiente ya fuera de aquel áureo mundo intemporal de reflejos contenidos y se emociona, se conduele, se nutre, se instruye en el pasado vivo de su historia esa que por mucho tiempo, por menosprecio, desapego, negligencia, egoísmo, impiedad o ignorancia, olvidó y enterró en algún sustrato nimio de su persona, dejando a un lado y reemplazando lo importante por lo urgente.
En un rincón anónimo y gris habían quedado los nombres, las historias, las palabras, los sueños, los compromisos, las miradas, el esfuerzo, las angustias, las hazañas, las alegrías de aquellos hombres y mujeres que habían luchado por él y su propia historia…y gracias a aquella magia atrapada y ahora liberada del espejo, sus recuerdos salían a la luz, para infundirle orgullo, ganas, nuevos rumbos, esperanzas…Un pasado y un porvenir.
Sumergido aún por el encanto de las dos lunas el hombre contempla el fulgor redescubierto de la noche, que se abre ante él como una gran promesa, un infinito horizonte que le propone que lo recorra, lo perciba, lo disfrute minuto a minuto, porque la memoria de los que fueron y ya no están, lo amerita…y el futuro de los que aún no son, si hacemos lo posible…sin dudas, lo llegará a merecer.