Comprendía muy bien
que, para que la sociedad funcione, debe haber un acuerdo tácito entre
sus integrantes, estableciendo desde el vamos lo que se acepta y lo que no, lo
que se reconoce como correcto y lo que en cambio resulta inapropiado e inconveniente.
Y es que los excesos suelen ser mortíferos…
Ubicarse entre los cánones de lo medido
y predecible, siempre le inspiró una gran confianza, le representó una sólida
fortaleza en donde guarecerse frente a la tempestad de los imprevistos, frente
a las consecuencias fatales que surgen del descontrol y del desequilibrio. Esa
certeza de saber que dentro de su mundo ordenado dos más dos siempre serían cuatro
-sin excepciones- determinaba que pudiera sentir sólido el piso bajo sus pies y
acertada la manera de comportarse. Si cada una de sus actividades se sucedía
una y otra vez de la misma manera y sin alteraciones, con probada medida y
recatado tono, no le resultaba para nada tedioso o rutinario, por el contrario,
sentía que ello le otorgaba solidez a su conducta y a su personalidad.
Pero también sabía que fuera de
lo formal y mesurado existía otro mundo. Sin restricciones, sin estereotipos,
sin presupuestos, sin prejuicios, sin apariencias que sostener.
En peligrosa cercanía con la
lujuria existía otro modo de hacer, mucho más libre y desvergonzado, más
excitante y salvaje, más desenfrenado y banal. Y esa existencia -pese a la inconsistencia
de lo que se sabe vacuo y prosaico – muy de vez en cuando lograba trastocarle la
inalterabilidad de sus esquemas.
Aunque quisiera negarlo, esa irreverencia
hacia lo austero y escrupuloso lograba atraerlo. Pese a conocer en detalle las
nefastas consecuencias de dejarse llevar por el arrebato, por el libertinaje,
por la imprudencia de no pensar… la gran tentación terminó por doblegarlo.
Fue así que una noche, luego de
largas dubitaciones y de dramáticos cuestionamientos hacia su falta de
carácter, se determinó a probar algo impensado. Algo lindante con lo obsceno y
lo prohibido. Algo que se escapaba de todas
las normas aprendidas que habitualmente sostenían su estatus, su categoría de
hombre de bien y de impecable proceder.
Como era de esperar, para explorar ese territorio
de libertarias experiencias, optó por salirse del círculo que solía frecuentar:
no quiso que hubiera testigos conocidos para semejante osadía y procuró
mediante cuidadosas estrategias borrar huellas y pasar –en la medida de lo
posible- totalmente desapercibido.
Sabiendo que atravesaba un
momentáneo período de fragilidad emotiva, intentó prepararse para no salir
lastimado con las posibles consecuencias que tanto temía. El daño provocado por
una ingrata frustración puede llegar a ser muy grande, como grande también
puede ser el descontrol posterior que sobrevenga en consecuencia.
Sin más dilaciones y con
indisimulables temblores asomando tanto en sus manos como en su mirada, aquel atildado
y formal hombrecito de inquebrantables convicciones e inalterables costumbres,
avanzando entre los parroquianos de un maloliente bodegón portuario, se instalaba como podía
entre los sudores de quienes le rodeaban, y simulando costumbre y
suficiencia, alzando la voz para ser escuchado en medio de la turba, ordenaba
al desgarbado dependiente: -¡Una buseca, por favor, con medio litro de tinto de
la casa!-
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