Quiero reeditar este cuento, cuya inspiración me llegó
mientras hojeaba viejas revistas, acompañando a mi padre en su convalecencia
hospitalaria allá por el 2011.
Mis disculpas para con quienes ya lo leyeron.
(imagen tomada de la red)
Se podría decir que su infancia fue feliz.
Nada especial. Sólo un mocoso como tantos otros de aquellos pagos: inquieto,
curioso, soñador…
Trabajador, sumiso, inocente. Siempre bien
dispuesto para lo que sus padres le mandasen, no por eso se vio privado de
juegos, aventuras y disfrute. Todo lo contrario. Quizás por conocer desde bien
chico el esfuerzo que implicaba poder disponer de lo necesario para vivir, supo
apreciar en su justa medida cada momento compartido, cada risa de cara al sol,
cada proyecto realizado…
Su niñez de chico alegre correteando entre
maizales, trepando árboles, esquivando retos y resfriados, siempre estuvo
acompañada por un íntimo e inigualable placer: el de comer mandarinas echado
plácidamente bajo la sombra de algún árbol. A medida que los gajos frescos se
hacían uno con sus pensamientos, el discreto y lógico juego de escupir las
semillas lo más lejos posible, le agregaba a la actividad un notorio plus competitivo
que la hacía más interesante.
Desde aquella época y a modo de rito
cotidiano, sus pensamientos siempre comenzaron a fluir libremente a la par que
el elixir agridulce de la fruta ascendía desde su boca hasta liberarse, jugoso,
por su alma soñadora. Mientras arrojaba bien lejos las semillas en forma
instintiva, se imaginaba héroe, arriesgado andariego, valiente aventurero
dispuesto a descubrir cada día nuevos horizontes… A veces se veía explorador,
otras, escritor o artista de circo o mago… distintas e inusitadas tácticas para
intentar dejar tras de sí su propia y fructífera huella.
Paradójicamente atado a la que siempre fue su
tierra, imaginaba en esos días que alguna vez se animaría a dejar atrás –quizás
no para siempre- sus apacibles pagos de verdes interminables y soledades
perennes. Aquellos veranos de su niñez, de mediodías vibrantes y siestas
relajadas desgajando mandarinas a la orilla del río -mientras alguna mojarrita incauta
y un sueño lejano picaban en su anzuelo- quedaron para siempre en su memoria
como recuerdos vívidos de lo que puede llegar a ser la felicidad perfecta.
Aún años después, cuando se fue a vivir al pueblo
y comenzó a trabajar en el almacén de ramos generales, siempre se las ingenió
para hacerse una pausa en medio de sus rutinas y practicar su ritual de jugos y
vuelos. Ese era su único recreo cotidiano, su indispensable paréntesis en medio
de la chatura de su vida monocorde.
Los años pasaron, su vida continuó su curso
previsible. Jamás se alejó del pago. Jamás fue valiente explorador o artista o
héroe. En medio de una soledad cada vez más indolente sus sueños fueron menos
alados, más concretas sus metas, más acotadas sus necesidades, más ocasionales
sus breves divagues… pero siempre, en medio de sus instancias cotidianas, se
permitía para sí el tiempo necesario para aquel íntimo goce, ese breve sobrevuelo
habitual recordando añejos sueños doblegados e ingenuos intentos de
sobrevivirle al tiempo.
Al final de sus días, las quimeras no
concretadas lograban superar con creces los pocos anhelos sobrevivientes. Las
múltiples y alocadas ocurrencias juveniles no lograron nunca materializarse y la
frustración de no haber dejado un rastro importante que acreditara su paso por
la vida solía entristecerlo hasta llegar a las lágrimas. Solamente la libertad
de sus pensamientos reverdecía en las horas de siesta, mientras el dulce aroma
a mandarinas aún lo continuaba transportando –a modo de consuelo- hasta su
añorada infancia. Como en aquel entonces, el hábito de arrojar bien lejos las
semillas de las frutas formaba parte de su acostumbrado rito. Con tantos años
de práctica ya las pepitas lograban sobrepasar con facilidad el tapial del
fondo de su casa, ese que lo separaba de un extenso descampado lindero.
Un buen día su vida se apagó. Se acabaron sus
rutinas, sus ansiedades, sus juegos. Sus sueños de aventuras cesaron. Sus
intentos vanos de sobrevivirle al tiempo también…pero lo que nunca supuso aquel
hombre sencillo y soñador es que, pese a no sospecharlo jamás, su impronta en
este mundo logró perdurar… en los frondosos árboles que fueron naciendo de
todas las semillas que fue esparciendo a lo largo de su vida -aquí y allá- en
la que siempre fue su tierra y gracias a él se transformó en un precioso bosque
de mandarinos… donde aún hoy suelen refugiarse los muchachos del pago en las
siestas de verano, cerca del río, donde transcurren tranquilos y felices sus
horas… saboreando dulces mandarinas y sueños que ansían alguna vez alcanzar.