Sumándome al reto juevero de esta semana que nos propone Mag desde su blog, aporto la siguiente historia, algo extensa y bastante delirante que espero les guste. Pasar por La Trastienda para leer todos los relatos
Por alguna razón recóndita que no
conozco y sobre la que no se me ha permitido decidir, desde los inicios de los
tiempos en que los primeros homo sapiens se han parado erguidos sobre esta
Tierra, yo he estado aquí. A veces como testigo privilegiado, algunas otras
como actor secundario sin referenciar y otras muchas, como anónimo participante
dentro de las muchedumbres que llevaron a cabo importantes transformaciones
dentro del trazado de la evolución humana en este planeta. Desde el comienzo,
en los momentos claves en que la intervención de Los Otros fue concretada -ya
sea por experimentación o como intromisión programada- he tenido la
inexplicable oportunidad de asistir a los acontecimientos claves que se han
llevado adelante a lo largo de milenios. Sin saber por qué las leyes de la
muerte no se han aplicado en mí, he sido parte de las primeras alteraciones
genéticas a las que fuimos sometidos aquel primer grupo de homínidos que vagábamos
torpes y errantes sobre la superficie incipiente de los continentes actuales, y
sobrevivido hasta ahora para poder contar nuestras experiencias. Aún recuerdo
el pavor que sentimos al ser introducidos en esas instalaciones relucientes que
no comprendíamos y donde aquellos extraños nos recibieron con condescendencia.
Conservo frescos en mi memoria los primeros pensamientos lúcidos que tuve
después de las alteraciones a la que mi cerebro fue sometido. Me maravilló
poder razonar de una forma nunca antes alcanzada. Al miedo básico inicial le
siguieron las preguntas y las dudas, las deducciones, las posibles respuestas,
los intentos fallidos y los ansiados éxitos. La intervención foránea en nuestra
naturaleza fue tan sutil, que aún hoy no me resulta claro discernir qué logros
alcanzamos como especie por nuestros propios medios y a cuáles fuimos
inducidos. Recuerdo puntualmente el día que entre varios llegamos a la
conclusión de cómo debería ser una piedra para rodar y ser útil transportando
cosas. No fue un invento de uno, como quizás se pudiera suponer. Fue una
experimentación lograda con la asistencia de varios de nosotros impulsados por
la necesidad de concluir una tarea antes de que anocheciera y las bestias nos
asediaran. La satisfacción posterior a semejante logro fue celebrada con todo
el grupo e inmortalizada después en varios garabatos que el más callado del
clan plasmó con determinación en el corazón de nuestra cueva. Con confusión y gran
tristeza los vi partir uno a uno. Con alegría celebré los nuevos nacimientos.
Con gran incredulidad comprobé que a mí -en cambio- nunca me llegaba la hora de
morir y aunque en un primer momento por ello fui venerado, más tarde fui
expulsado y temido como algo maligno. A partir de ese día comprendí que mi
posibilidad de vida en cada lugar tendría un tiempo acotado -justo el necesario
para no levantar sospechas sobre mi anómala capacidad de sobrevivencia- y mi
tarea sería llevar registro de cada logro en que me tocara participar. A estas
alturas puedo decir que han sido innumerables. Estuve presente el día que un
ingenioso sumerio observó asombrado como se habían conservado con precisión las
huellas de un pequeño ave en el suelo arcilloso en un vado del Éufrates. A
partir de allí le surgió la idea de estampar sus propias marcas sobre un trozo
de arcilla que preparé afanoso. Después, entre ambos, ideamos que cada marca
tuviera significado, primero un concepto, luego un sonido. Y así nació la
primera aproximación a la escritura. No está en mi forma de ser adjudicarme la
exclusividad del logro, pero esa vez la recuerdo como una en la que más activamente participé. Hoy, transcurridos tantos años que ya ni quiero apuntarlos, tengo
guardados en mi memoria cientos y cientos de maravillosos momentos en que la
humanidad logró torcer el trazado de su suerte y que por designio de quienes
nunca más he vuelto a contactar, he intentado testimoniar con justeza, pese a
la incomprensión y el desprecio al que me siguen sometiendo mis congéneres. Frente
al plato de sémola fría, pastosa y desabrida que me dan aquí por almuerzo cada
día, intento en vano narrar mi historia a todo quien quiera escucharla, pero,
pese a mi entusiasmo y mi preciosidad en los detalles, todos se empeñan en
ignorarme o simplemente llamarme loco.