Parte final: CIUDADELA DE UTOPÍAS
Lejos de lo que cualquiera hubiese previsto, el hombre solitario logra atravesar sin mayores contratiempos los límites de la ciudad derruida. Si aún tuviese capacidad de sorpresa, el hecho de haber llegado indemne hasta los últimos muros de la frontera habitada, lo llenaría de asombro. Pero nada queda en él que no sea desaliento y desesperanza, por lo que, sin perder tiempo en consideraciones infructuosas, retoma con determinación la ruta de su exilio definitivo.
En su largo trayecto, algunas noches logra refugiarse entre las rocas salientes de los más escarpados acantilados, alejándose todo lo posible de las espesuras enmarañadas que bordean lo que alguna vez fueron carreteras. Es en la oscuridad donde más abundan los peligros y descansar bien –bajando la guardia aunque más no sea unas horas- resulta imprescindible si se pretende andar tan lejos como él se propone. Pese a haber andado ya largas distancias, el paisaje que lo rodea continúa siendo igual de caótico y hostil.
El hombre decide continuar pese a todo, persistiendo en su loco intento de hallar un horizonte abierto y despejado que le recuerde a la llanura que lo viera nacer. Paradójicamente, un lugar adecuado para disponerse a morir.
Otra vez la lluvia cae, dulce y mansa haciéndole rememorar viejos tiempos. No son tan vívidos los rostros como aquella última vez, pese a que él se esfuerza por reencontrarlos. Sabe que están ahí, los presiente, percibe su presencia, pero no logra verlos…y eso lo angustia. Le entristece no poder recuperar con el mismo grado de intensidad la emoción que sintiera en esa bucólica noche de antiguas evocaciones, pero se consuela al menos con conseguir que el sueño lo transporte otra vez fuera del alcance de las tinieblas de la realidad. Las formas del pasado regresan esta vez como leves siluetas, apenas fantasmas desdibujados que lo acarician desde lejos… y eso le basta para que otra vez las lágrimas se asomen y resbalen por su rostro.
Algo parecido a un rayo de sol le descubre que nace un nuevo día. Hay murmullos breves en el aire. El silbido de algún ave irredenta intenta a susurrarle sus secretos.
El hombre se despereza con cierta liviandad que tenía olvidada y de inmediato se dispone a continuar, sin más, su vagar indefinido.
A lo lejos, sobre unas cumbres rocosas parece vislumbrarse la silueta de una ciudadela. Otra vez la inquietante opresión con la que ha convivido casi toda su vida retorna a su pecho: la sola idea de toparse con la bestialidad de algún congénere lo inquieta en forma extrema.
De improviso, algunos extraños se le acercan y con una amabilidad que logra destruir sus más elementales defensas, lo invitan a reponer fuerzas dentro de aquellos muros.
Esta vez el asombro sobrepasa los límites de lo conocido y en lugar de enfrentarse a oscuras individualidades mal entrazadas, es recibido por seres que aún conservan aquello que alguna vez se ensalzaba y se llamaba “humanidad”. Son hombres y mujeres que a pesar de la lógica cautela con la que lo tratan, insisten en aliviarle sus heridas, calmarle la sed y el hambre, brindarle calidez y cobijo. Se muestran interesados en saber de dónde ha venido, qué novedades trae, qué busca, qué planes lo llevaron a animarse por esos rumbos alejados. Le muestran y comparten sus pertenencias, le confían sus inquietudes.
Se le ocurre que aquellos pobres ingenuos han decidido guarecerse en una impensada burbuja de irrealidad en medio del desierto de destrucción inmisericorde en que ha quedado convertido el mundo.
Aquellos seres -tan distintos a los que él está acostumbrado a ver y padecer- no se limitan a entender sus días como sucesión infinita de pesares y violencias. Ellos han apostado todas sus energías intentando recuperar lo que, recuerdan, solía tener importancia en épocas remotas. Se las vienen ingeniando para recuperar los rastros de lo que fue llamado “civilización”. Se esmeran en reciclar, componer, recoger testimonios, integrando sus conocimientos en función de un objetivo común que les devuelva -o les de la ilusión de recuperar- la dignidad humana ayer perdida.
Algunos de ellos, por ejemplo, se empeñan en hacer funcionar antiguas cajas de música. Otros destilan aromas intentando reproducir algún perfume que los transporte a la felicidad de la infancia o rememorar viejos amores. Los más meticulosos han logrado organizar completas colecciones de antiguas postales, miniaturas pintadas a mano, piezas de cristalería tallada, antiguos candelabros, viejas revistas… No son pocos los que dedican horas y horas a componer molduras en viejos edificios, apuntalando muros, recomponiendo esculturas, restaurando vitrales y restituyendo la belleza de las más antiguas construcciones. Otros muchos van ganándole verdor a la tierra seca, dejan sus sudores a cambio de hacer brotar otra vez vida del suelo ceniciento. A pesar de lo absurdo que parezca, son muchos los que siembran flores además de las imprescindibles hortalizas y legumbres. Entre todos van ganado tiempo a la muerte en lugar de entregarse mansos a su destino cierto de mortales transitorios.
Lejos de limitarse a la mera supervivencia, en ese lugar, la gente ha decidido recuperar algo del pasado para después intentar volver a construir…y aunque a él le parezca inútil -titánica tarea destinada a seguras frustraciones y fracasos- comprende que aquellas cándidas personas en definitiva, están intentando ser felices… o, aunque más no sea, poseen la ilusión que pueden llegar a lograrlo.
Sopesando su decisión tomada de apelar, al fin, al suicidio como única salida, mientras contempla la incipiente hierba luchando por ganarle al suelo hasta ayer arrasado, el hombre considera seriamente la posibilidad de sumarse a la utopía de esos locos…y mientras una suave melodía renace de improviso de entre sus recuerdos, concluye que tal vez lo haga.
fin