Llegando con demoras a mi propia convocatoria, me excuso de antemano por no haber podido repetar las 350 palabras sugeridas. La historia me surgió casi de un tirón y no pude acortarla más.
Que yo atravesara por aquel
inhóspito rincón de la ciudad resultaba ya algo sumamente infrecuente. Que lo hiciera además a esas horas de la noche y en
plena tormenta desbocada, implicaba algo aún mucho más improbable, algo sumamente difícil de justificar si no fuera por tres
hechos concatenados que se conjugaron en mi contra: que me invitaran a una de
las fiestas que organizaban en las afueras y a la que había jurado asistir, que a
mi desvencijado automóvil se le antojara descomponerse justo en aquel camino
perdido cuando todos ya se habían alejado y que además la batería de mi móvil
claudicara antes de solicitar el auxilio mecánico.
Aquella combinación de hechos
accidentales confabulándose en mi contra deberían haberme alertado en cuanto a
la inusual jugada que el azar me tendería pronto, pero el alcohol consumido ya
había disminuido mi capacidad de raciocinio y sólo deseaba encontrar un sitio medianamente
confortable para pasar la noche. Fue así que me aventuré a pedir ayuda en la
única casona que logré divisar en medio de aquel páramo despoblado.
Sin esfuerzo logré abrir la
puerta que chirrió como un lamento. Pregunté varias veces con voz sonora si había
alguien allí: no quería resultar irrespetuoso ni meterme sin permiso en la casa
de alguien. El silencio sepulcral que recibí por respuesta me dio la pauta que
efectivamente estaba deshabitado. Sin animarme a recorrer el resto de las
estancias, me quedé acurrucado en el único sillón que se hallaba en medio de la
sala polvosa.
Cuando mis ojos se acostumbraron
a la oscuridad del ambiente logré distinguir una vela a medio consumir
descollando sobre una botella que hacía las veces de candelabro. De inmediato
la encendí y la leve flama se irradió en forma dispar sobre los escasos muebles
de la habitación. De entre los pocos elementos destacables, un antiguo reloj de
pared logró captar mi atención alejándome momentáneamente del extraño nerviosismo
que en mi interior crecía.
Pese a lo improbable, aquel vejestorio estaba
funcionando. Su dorado péndulo coronado de telarañas mantenía su balanceo
en medio de las sombras alargadas que la vela provocaba, mientras la única
aguja que aun rotaba sobre el cuadrante descascarado parecía jugar a ralentizar
su paso mientras mis nervios insistían en remarcar que no era bueno estar allí.
De improviso, cuando el rítmico giro
de la aguja me tenía casi hipnotizado, comencé a notar que ésta fue alterando
el sentido de su giro sin aparente causa, volviéndose el anti horario el modo
definido de su rotación. Primero dudé de mi percepción, pero al instante, la
velocidad inusitada que cobró aquella inexplicable aguja confirmó que lo imposible estaba por ocurrir.
Al cabo de unos segundos mi
cuerpo entero perdió sus fuerzas y caí rendido sobre aquel piso mugriento sobre
el que me sentí tan miserable como un insecto. Sin perder del todo la
conciencia, con mi oreja derecha apoyada sobre el piso y mis ojos apuntando a
la puerta de ingreso, percibí que el suelo se estremeció a la par de lo que
claramente identifiqué como un salto y luego, pasos firmes acercándose hacia a
mí.
Justo cuando la única vela que
iluminaba la instancia se agotó en su faena, sentí que algo o alguien me tomaba
del cuello de mi chaqueta como si yo fuera repulsivo y con decidido ímpetu me
arrojaba dentro de la caja del reloj de péndulo, que aun giraba acelerado en el
sentido contrario a la normalidad. Sin poder resistirme, sentí que todo mi
cuerpo se disolvía.
Desde entonces aquí estoy, en
esta otra dimensión dentro del reloj desde donde espero que algún otro cándido
llegue por alguna razón improbable a la vieja casona deshabitada y por esas cuestiones que tiene el destino se ponga a
observar curioso las peculiaridades del reloj
para caer, incauto como lo fui yo, solícito a ocupar mi lugar en esta
trampa de cronos imposibles.
(para leer todos los textos participantes, pasar por el post anterior)