CENIZAS DE IRREALIDAD
Parte 1: INCIERTA
PRESENCIA
Tratar de reinterpretar
algo, aunque sea inconexo, de todo lo que experimentaba, se le antojaba una
tarea irrealizable. La sola idea de ponerse a ordenar sus pensamientos de forma
que le sirvieran para poder atarse a lo que la gente cuerda llama normalidad, se le planteaba como un reto.
Una posibilidad muy remota que apenas alcanzaba a vislumbrar como
imprescindible para sostener su tambaleante salud mental.
Una serie de
indescifrables acontecimientos lo habían azotado hasta el borde de la
irrealidad. No lograba hilvanarlos con
un mínimo sesgo de continuidad lógica poniendo en jaque lo que quedaba en pie
de su limitada capacidad de raciocinio.
Haciendo un esfuerzo
enorme, luchando por mantenerse a flote en medio de ese mar de convulsiones que
lo sacaban una y otra vez de la ilación de sus recuerdos, aquel pobre ser que
ya ni se reconocía como hombre, buscaba con desesperación hallar en su memoria
el punto inicial de lo que formara luego la maraña de sucesos que intentaba
desentrañar.
Lo último que recordaba con claridad de ese último día,
era la costa. Ese mar helado siempre desafiante burlando los sueños y las
esperanzas de quienes buscan, al menos con sus pensamientos, alejarse de allí.
Las olas rugientes rompiendo bravas sobre el espigón. El horizonte impávido, el
cielo blanco. Dos o tres gaviotas haciendo de vigías conteniendo el silencio
eterno de aquel páramo de viejos marinos añorando siempre otro mar. Si la
desolación hubiera podido elegir un lugar para anidar, sin duda hubiera sido
allí, entre esas rocas.
Después resurgían, dispersas, algunas imágenes borrosas en
un tren. Viejos vagones zarandeándose al unísono a medida que el paisaje
invernal se desplazaba ante sus ojos resignados. Por más que lo intentaba, no
recordaba el motivo por el que había emprendido aquel viaje, pero sí la
inequívoca sensación de haberse sentido sumamente inquieto durante el trayecto.
De improviso venían a su mente algunos de los rostros macilentos de los otros
pasajeros: un cura somnoliento, una oscura dama que viajaba con un niño quejoso,
dos o tres extraños que hablaban un idioma que no lograba identificar…
Hurgando con dificultad en lo más solapado de sus borrosos
recuerdos logró adivinar al fin una presencia estremecedora en todo aquello que
con dificultad iba reconstruyendo luego de su prolongado letargo. Unos ojos muy
grises fueron abriéndose camino entre las nubes de su disuelta memoria. Grises.
Tan grises como el camino de humo que el viejo tren iba dejando tras su marcha.
Por un momento logró evocarlos en toda su magnitud, en todo su misterio. Unos
ojos tan intrigantes como la voluptuosa dueña de aquella mirada que lo
traspasaba sin piedad aún en el recuerdo. Aquella mujer que apareciera de
improviso sentada junto a él en el desvencijado camarote logró estremecerlo de
pies a cabeza, descolocándolo de cuajo de su elaborado rol de hombre silencioso
y circunspecto con el que acostumbraba enfrentar el mundo. Por un momento
perdió todo sentido del decoro y las buenas costumbres -ahora lo recordaba bien-
no podía dejar de mirarla, aún a riesgo de resultar grosero e irrespetuoso.
Algo en ella le resultaba terriblemente
atrayente. Maliciosamente atrayente. Se sintió desfallecer ante aquella mirada
posesiva, de la que -tuvo la certeza- no podría apartarse ya más.
Después todo se hizo bruma en su cabeza. Todo confusión,
niebla, angustia, miedo e imprecisión. Como si él en su integridad se hubiera
disuelto en un abrir y cerrar de ojos…un abrir y cerrar de aquellos ojos grises
que lo trastornaron al punto de disolverlo como hombre y como persona.
Y ahora él estaba allí, en aquel extraño cuarto entre
penumbras, perdido y lastimoso, solamente iluminado por una débil y temblorosa
flama, intentando recomponer en su memoria los hechos que le sucedieron a aquel
encuentro fatal que lo dejara casi inmóvil, postrado y loco, internado como
estaba en una clínica perdida en medio de la nada. Donde nadie iba a verle, más
que esos deshumanizados enfermeros que lo inyectaban cada seis horas y lo forzaban
a comer esa papilla amarillenta que sabía a medicamentos y que tanto le asqueaba.
Tan inciertos como los sucesos que sin duda ocurrieron en
el tren le resultaban las heridas que llevaba ahora regadas en todo su cuerpo.
Ya cicatrizadas, aún perduraban como testimonio del espanto vivido y que
paradójicamente insistía en intentar recordar, aún intuyendo que su mente quizás
los habría borrado de su consciente por piedad o -aún peor- por instinto de
supervivencia.
Palpándose varias de las cicatrices más profundas ha
creído descubrir que fueron hechas por dentelladas. Pequeños trozos de su
cuerpo arrancados con crueldad y sadismo. Ha advertido que no todos han sido
producidos al mismo tiempo. Algunos aparentaban ser más recientes. Otros ya se fueron
recubriendo de oscura y dura costra que apestaba a podredumbre, pese a los
esporádicos intentos de curaciones a los que los enfermeros lo fueron sometiendo.
Ellos le dijeron
que no se trataba de mordidas. Que eran laceraciones provocadas por una caída. Le
costaba creerlo. Pero tampoco podía desmentirlo, porque no recordaba nada, en
realidad. Sus recuerdos eran pura ceniza. Blanda e impalpable como la que le venía
a la mente cada vez que intentaba despejar el velo de su memoria, pese al
riesgo que implicaba revolver el espanto que tenía conciencia de haber
padecido.
(continuará)