Con un texto algo extenso (no supe acortarlo) me sumo a la convocatoria juevera que nos deja Tracy desde su blog. Dar clic aquí para leer todos los relatos.
La gran-gran- gran abuela nos
contó aquella vez cómo fue en realidad el asunto. De improviso las nieblas de
su cabeza se disiparon y logró evocar junto al fuego, aquel lejano día en que todo
se precipitó entre ambos –los DOS PRIMEROS- provocando después nuestros orígenes.
Según nos narró, poco y nada de
lo que en verdad sucedió fue tal como nos llegó de boca de los mayores,
ancestros fundadores de nuestra estirpe. Lo que ella nos dijo fue algo bien
distinto, sutil, pero radicalmente diferente al cuento que nos vienen
repitiendo los hombres del clan, sembrando en nosotras -las mujeres- la culpa y
el arrepentimiento a causa de lo que tildaron como “pecado original”. Según nos
contó, no había por ese entonces ningún mandato impuesto sobre el natural
impulso humano de conocer y probar. No existían la culpa, la vergüenza, ni el
sometimiento. Ambos –los DOS PRIMEROS- sin
conocer del otro la existencia, eran libres, vagando por su cuenta poniéndole
nombre a las cosas con las que se topaban y en función de ello experimentaban y
sentían. El día en que se encontraron frente a frente fue muy especial: algo desconocido
comenzó a latir en sus corazones sintiéndose por primera vez completos. A partir
de ese momento, jamás se separaron, continuando juntos la exploración y el aprendizaje.
El tema con la serpiente fue
absolutamente casual. Ella estaba distraída junto a un árbol de bellos frutos pensando
qué nombre resultaría ser más apropiado para bautizarlo, cuando sintió que algo
frío se deslizaba entre sus piernas. Por ese entonces, el gran-gran-gran abuelo
andaba particularmente interesado en los animales que no tienen patas, por lo
que, al ver que el extraño ser se arrastraba por los suelos, inmediatamente la
abuela lo llamó. Ambos observaban curiosos como el extraño bicho trepaba por el
tronco del árbol, contorneándose entre los frutos. De improviso, uno de los más
maduros cayó desde lo alto junto a ellos. La abuela lo alzó y sosteniéndolo del
cabo lo mantuvo suspendido frente a sus ojos. Mientras los inexpertos jóvenes admiraban
el brillo y el tamaño de la fruta recién descubierta, algo dentro de ellos los
impulsó -al unísono- a morderla con enjundia.
A partir de ese instante, todo se
les mostró diferente. Fue como si un velo se hubiera caído de ante sus ojos y
su capacidad de comprensión se hubiese potenciado junto con la complejidad de
sus sentidos. Según nos contó la gran-gran-gran abuela, no fue nada culposo lo
que sucedió después entre ellos, surgió tan natural y pleno como la más excitante
aventura, disfrutando descubrirse con cada caricia. Pero por alguna razón, después
de aquella noche, comenzaron a sentir que estaban en falta. Que algo indebido habían
hecho ya que la inocencia con la que hasta antes se habían manejado dejó de
existir, dando paso a la responsabilidad de velar por su futuro y su descendencia.
Se sintieron frágiles, limitados,
imperfectos. Tuvieron miedos que buscaron disimular creando un orden de
castigos y culpas. Se adjudicaron potestades, supremacías que nada tienen que
ver con aquel inicio idílico que alguna vez disfrutaron y que en nada se parece
a esto que, con los años, los hombres construyeron.
La gran-gran-gran abuela quiso
advertirnos, aprovechando el momento lúcido que el destino le daba, que todas
esas falsas historias nacieron para afirmar la autoridad de quienes desde
entonces sólo nacen del seno de quienes denigran.