Sumándome a la propuesta de María José, adaptándola un poco a las formas locales de otro tiempo, evoco (idealizada y desde la nostalgia de una anciana) un tipo de vivienda colectiva denominada por aquí conventillo, marcada por la pobreza y la marginalidad a la que se veían sometidos sobre todo los inmigrantes que arribaban a estas tierras atraídos por las promesas de una mejor vida. Para leer más aportes, pasar por el blog Lugar de Encuentro.
(Conventillo en San Telmo, Bs As - foto hallada en la web)
CASA DE VECINOS
Sumida en el sopor de la hora de
la siesta que recién comienza, reclinada sobre la vieja silla en que suele
derrumbarse a esa hora sin remordimientos, Ágata se sostiene de la nube que
cruza ahora el breve cielo que se alza sobre el patio del geriátrico. Abrazada
con soltura a los recuerdos que la elevan hacia el sol como un barrilete, la
otrora niña se deja llevar por la nostalgia.
Con la levedad que la melancolía
hace brotar sonrisas en su rostro arrugado, las luces y las sombras de otro patio
muy distinto van llegando a su memoria y allí se ve, negras sus trenzas y
alegres sus ojos, mientras -con rítmicos saltos- recorre el conventillo donde
se crió canturreando viejas canciones de
infancia.
Nítidas y recién baldeadas las
baldosas coloridas de aquel lejano rincón de muros encalados y verdes persianas,
florecen en su recuerdo con la belleza que quizás nunca tuvieron en la
realidad, pero que -a sus ojos de ingenua felicidad- resultaban ser tan bellas y
delicadas como en un cuento de hadas. Recortados bajo las sombras de la perfumada glicina alcanza ver a sus antiguos
compañeros de tardes y aventuras,
ensimismados los cinco en una competencia de bolitas. Siempre ocurrente,
Andrés, se las ingenia para hacerles despertar sonoras risas que quiebran el
silencio obligado al que se los encomendaba durante las prolongadas tardes de
domingo. Mientras los adultos -guardados cada quien en la quietud de su propio cuarto-
matizaban sus vidas entre sábanas, ruegos, mates o lecturas distendidas, los chicos de la casa se entretenían inventando
juegos que los nutrían de sueños y picardías. Salía entonces, doña Isabel -como
siempre la primera- de su reclusión vespertina, para regar una a una las
macetas prolijas que lucían sus ventanas como así también las otras, más grandes
y toscas, que enmarcaban el humilde zaguán que daba entrada al conventillo. Uno
a uno luego, los pobladores de aquel nutrido patio de vecinos, iban saliendo de
su letargo amenizando con sus parloteos la intimidad de ese variopinto mundo
compartido. Pese a las carencias, pese a las mezquindades que de vez en cuando
salían a la luz resquebrajando la armonía aparente que intentaban imponerse todos
para sobrevivir, se era feliz. O al menos así ella, -Ágata, la de las trenzas
negras- mirando hacia atrás hoy quiere creerlo.
Ya el sopor de la siesta se
desvanece. Un acre olor a sopa de zapallo inunda el aire preanunciando la
insulsa cena que se avecina -siempre temprana, insensiblemente temprana-
como queriendo acortar los días de esos
ancianos que, en cambio, aguardan con ansiedad algo que les diferencie y alegre
el paso de las horas.
En el patio del geriátrico, como sostenida
aún de la nube que la elevó por última vez a los cielos de su infancia,
luciendo una leve sonrisa, Ágata esta vez se niega a despertar.