EN LA QUIETUD DE LA NOCHE
Noche cerrada. Negro el cielo, negro el muelle, negro el
mar. Sobre el empedrado gastado y humedecido por la bruma, sus pasos cansados
retornan -sin motivo y sin apuro- al cuarto solitario en que se guarda cuando
el resto de los mortales se disponen a comenzar. Lejos de hallar consuelo tras
la botella que lo inmuniza, el hombre se hunde en esa apatía pastosa que lo
envuelve a esa hora de la madrugada. Con eso le basta. Le alcanza con no sentir
su desamparo, su humanidad rastrera, sus días huecos, sus sueños idos.
El vestido desgarrado, el taco de un zapato en su diestra,
intentando hallar el encendedor en el fondo de su cartera. El rostro
desencajado, los ojos hundidos…secos ya de tanto llorar. Como suele hacerlo,
sola se va después que cierra el último bar del pueblo. Otra noche absurda,
hastiada ya de tanto esperar. Alguna vez recuerda haberse sentido fresca,
joven, ilusionada, pero de aquella que fue sólo le quedan algunas viejas fotos
y el corazón ajado por la ingrata frustración.
Avenida despoblada, llovizna imperceptible. Los faroles
derraman su luz amarillenta haciendo un esfuerzo por no apagarse aún,
aguardando que la noche muera -al fin- agotada por tanto sollozar. Un alma en
pena que sube desde el muelle recuerda el brillo de alguna quimera que quedó
agazapada detrás del último trago de su infortunio. Avanzando por una
cualquiera de las calles laterales, otra ánima necesitada se reencuentra con la
sombra de su propia persona y su vieja identidad.
Ante una vidriera en la que aún relucen –intermitentes-
algunos neones, sobre la avenida húmeda y sosegada, dos solitarios –él y ella-
se descubren frente a frente…y sin nunca antes haberse visto, se reconocen –el
uno en el otro- en su soledad.
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