Si bien eran veinte –tan sólo- los días transcurridos desde aquel desgarro irreparable en el que la vida la había sumergido, pese a todos sus esfuerzos, no lograba recomponer con claridad los rasgos de aquel rostro cotidiano que, sin aviso, se le había ido para siempre. Esa incapacidad de recordar con justeza y definición, le acentuaba su profundo y devastador sentimiento de impotencia y pérdida.
Recién en ese punto de su duelo puedo soltarse un poco en medio de sus urgencias por reacomodar su vida y la de los otros. Apenas ahora disponía de un poco de tiempo para ahondar en su interior, intentando recuperar algún hilo desde donde sostenerse y sobrellevar como pudiese algún consuelo que se pudiera inventar. Había estado hasta ahora sobrepasada, desmoronada bajo los restos de ese mundo que se les vino abajo a todos de golpe y para siempre.
Dolor. Mucho dolor…
Pensó que tal vez en ese estadio de su intento de recomposición pudiese ir surgiendo -quizás camuflado bajo una austera tercera persona- un tibio entretejido de palabras que le sirviera para algún alivio… para intentar entender, para buscar sobrellevar, para conseguir aceptar…
Curiosamente, nunca antes de la muerte de su madre, la había pensado niña, correteando en compañía de aquellas dos hermanas –amadas tías- también diluidas ya bajo las nubes de la desmemoria.
Pero fue así que la primera noche después del entierro la vislumbró –apenas- en la semi-penumbra de un corredor indefinido en algún momento que, supuso, fuera marco de aquella infancia en trío que nunca ella conoció ni imaginó hasta ahora. Correteaban las tres, entre risas breves, oscuras, apenas iluminados sus rizos y sus moños y sus vestidos añejos entre los polvos del tiempo. Así quiso, en el desconsuelo infinito de su orfandad, adivinarla en presente –efímera pero certeramente- en su irremediable tránsito hacia la inmensidad de lo eterno.
Dolor. Mucho dolor…
Su madre partió de improviso. Sin casi aviso. Sin disturbios. Sin distracciones. Sin pérdidas de tiempo. Sin prolegómenos. Sin despedidas. Sin exteriorizaciones. Sin atraer la atención. Sin alborotos. Como fue siempre su costumbre.
Coherente hasta el final calló al máximo esa puntada en su corazón que se instaló y se la llevó en unas horas –no muchas- burlando la impericia de un médico inepto que ni se dio por aludido al revisarla y rotular como nerviosismo los síntomas de un infarto que la atacó sin conseguir alterar las que desde siempre fueron sus rutinas: hasta preparó con esfuerzo la cena para la que sería su última noche.
Dolor. Mucho dolor…
Ella, su hija, no llegó para despedirla. Logró besarla, eso sí, aún tibia… minutos después que su hermano quebrara la noche con su llamado de desesperación y angustia.
Dolor. Mucho dolor…
Pasan los días, uno tras otro… y el trajinar de las prioridades de lo que queda no ha dado pausa para sacar con palabras lo poco que con rabia, impotencia, resignación o incomprensión busque aflorar.
Dolor. Mucho dolor…
En sus días últimos, su madre añoraba mucho más de lo habitual a sus propios muertos. Lo demostraba con más tristeza. Con gran inquietud. Con algo de miedo. Pensaba en sus hermanas. Las extrañaba. Y en sus padres…todos idos… y quizás sentía ya no poder seguir. Lo disimulaba, eso sí. Siempre. Porque sus nietas –sobre todo- eran la vida. Y nombrarlas y estar pendiente de ellas era su impulso.
Pero al fin quiso el cansancio ser más que su impulso…y se fue, así sin más… y los que se quedaron, se sintieron romper por dentro como si el universo entero se hiciera trizas y entre esos restos que se les acumularon de repente no encontraban la forma de volver a empezar.
Y en eso están, aún, recomponiendo. Reubicando, replanteando, recuperando, desechando, sobreponiendo, intentando rescatar y conservar.
Por qué -se pregunta- quiso su madre o el destino o su subconsciente, hacer que su añorada imagen llegara hasta ella como aquella niña lejana y borrosa de otro tiempo, de la que casi nada supo y aún sentía como desconocida. Quizás haya sido porque su madre misma, recién traspuesto el umbral que separa la vida de la muerte, ansiaba retornar a ese estadio primero de su niñez en el que se le mostraba retozando con sus hermanas, niñas como ella, en la semi-penumbra de la irrealidad que ahora su hija luchaba por intuir.
Para los que se van y los que quedan… tal vez exista una especie de filtro en el que se nos queden –si lo buscamos-preservados y sostenidos los momentos y los afectos realmente trascendentes.
A pesar de lo doloroso del vacío que nos dejan las ausencias, quizás logren sobrevivir siempre allí, en un estadio inmaterial en el que nunca se pierdan del todo los amores y los recuerdos, los sueños y las bondades…
Quizás sea eso la muerte después de todo: una forma piadosa que nos da la vida en su final para volver a sentir aquello que ya se fue y tanto nos duele no volver a encontrar.
Mirando hacia atrás, buscando bucear en sus anteriores escritos –quizás como si existiera la posibilidad de descubrir alguna premonición de advertencia- la mujer se queda releyendo alguno de sus últimos escarceos presuntamente literarios, mientras se sumerge otra vez en la blandura de la tristeza honda que la embarga…
Somos transitorias
chispas reflexivas
intentando su noción
de lo que es el fuego.
Restos estelares
-polvo compactado-
que alguna vez
fue cielo
y más tarde, tierra…
y es hacia esa tierra
que otra vez un día
-luego de un instante-
en polvo volverá.
¿Qué cosa somos
más que momentáneos
puntos de conciencia
en el infinito?
Breves variaciones
…leves desinencias
que tiene el Verbo
en su conjugar.