Esta semana nos convoca Pedro Pablo, desde su blog, para leer más relatos, dar clic aquí
Nota:
Me excuso por haberme pasado de la cantidad de palabras sugeridas, pero no ha sido mi culpa, sino del relato, que se escribió solo.
LA PUERTA
La puerta se veía añosa,
descascarada, de grandes dimensiones. Los restos de un antiguo esmalte
sintético color “rosa chicle” con el que alguna vez había sido pintada
sobrevivían a lo que suponían ser varias décadas de abandono y olvido. Un
antiguo cerrojo de barra horizontal anclado a la agrietada madera contrastaba
por su temple con la decrepitud de la fibrosa hoja apenas labrada.
Aquella era la puerta de entrada
a la guarida de sus deseos, esos que, aunque ansiados con ahínco, jamás se
cumplieron. Lo supo con certeza, aún antes de intentar abrirla. El corazón de
su propia identidad permanecía estoicamente detrás de ese portón, lo percibía
sin necesidad de confirmarlo con sus ojos.
Intentando analizar la simbología
de aquella puerta -tan especial en su mundo onírico- no pudo evitar sentir
cierta confusión al observarla en detalle. Si bien podía entender el porqué de
lo desvencijado de la hoja y sus formas sobrias, le desconcertaba en cambio aquel
color que prevalecía sobre su superficie, tan llamativo y rayano en el mal
gusto. Ese rosa chillón no tenía nada que ver con su personalidad ni con las
fantasías idílicas nacidas de sus sueños más sentidos.
Le dolía suponer que allí
adentro, detrás de esa hoja tan poco glamorosa y poco digna, se encontrara preservado
el compendio de sus mejores y más elaboradas ilusiones, las que en verdad representaban
esa parte de su yo íntimo y sublimado. Allí aguardaban, atesorados para
siempre, sus más caros deseos pasionales, las mejores respuestas a las ironías
hirientes alguna vez recibidas, las miradas más sugerentes, las frases más
amorosas, los besos más dulces, los orgasmos más increíbles, las grandes verdades
nunca desmentidas, las certezas más radicales, los sentimientos más sinceros.
Quizás algunos hubiesen sonado demasiado locos ante la gente, otros, demasiado
extravagantes y algunos pocos, demasiado atrevidos, pero todos resultaban ser para
ella tan auténticos y deseables como luminosos.
Pese al desconcierto que la
embargaba, tomó fuerzas y se dispuso a abrir la puerta. El pesado barral
oxidado chirrió al correr entre aquellos herrajes destartalados. La añosa hoja
pintarrajeada se abrió paso entre restos de hojarasca seca: restos mustios de
ensoñaciones e ilusiones muertas. Poca luz entraba por un ventanuco mugroso que
se destacaba en un rincón, casi a la altura del techo. Telarañas espesas como
mantos desgajados se balanceaban con pesadumbre al ritmo de su propia
respiración. Cierta sustancia, apenas perceptible bajo los rayos mortecinos de
un sol que no calentaba, iba cayendo blandamente hacia un piso que no se
lograba distinguir.
Sobre una mesa ubicada en el
centro de la habitación, resaltado por una temblorosa flama de vela, un viejo
libro de hojas crujientes y empolvadas esperaba ser leído. Ningún texto había
en él, ningún signo, ni ilustración, ni rastro preservado existía ya entre
aquellas páginas olvidadas. Sólo al final de la última hoja y a punto de
desvanecerse logró entrever una frase que la conmovió terriblemente: “…las ilusiones llegan a hacerse polvo si el
excesivo pudor, la cobardía o la indecisión desmedida se ocupan de mantenerlas
encerradas hasta que nos llegue la muerte.”
La angustia la abrumó al punto de
hacerle brotar el llanto. Un dolor en forma de punzada aguda le atravesó el
pecho. Se sintió desfallecer.
Todo el cúmulo de ilusiones
atesorado a lo largo de su vida, desde su más tierna infancia, pasando por los
años de su más romántico idealismo, incluidos sus más esperanzados sueños
apostando por un mundo mejor y una vida plena, se habían desintegrado. No
existían más, ningún rastro quedaba de ellos en aquel enigmático mundo onírico
que en ese momento recorría. La tristeza fue sintiéndose tan presente que logró
materializarse ante ella, definida y real como si se tratase de su imagen en un
espejo.
Sin que hubiese necesidad de más
explicaciones, supo que su error había sido resignarse siempre a mantener sus
sueños en estado latente, enclaustrados y alejados del mundo real bajo candado,
negados a la luz de un sol verdadero que les inspirara confianza y les facilitara
el vuelo. Sin la posibilidad de saberse libres, aquellos mágicos anhelos
terminaron por marchitarse y desvanecerse ahogados por el encierro tras aquella
puerta de cerrojo pesado y colores inverosímiles. Quizás fue por miedo a que
los demás se burlaran por considerarlos demasiado ingenuos. No se animó a mostrarlos
por temor al “qué dirán”, para no ser catalogada de “diferente”. Nunca se
había atrevido a experimentarlos, a darles la posibilidad de ser reales.
Una lágrima resbaló fría sobre su
rostro resumiendo su enorme congoja. La nitidez de esa leve humedad atravesando
su mejilla logró despertarla.
La confirmación de que todo había
sido un sueño – uno muy trascendental, aunque ilusorio al fin- logró
confortarla. Se incorporó, aún dubitativa, sobre su cama. Todavía llevaba el
sabor de la tristeza prendido en su boca.
Avanzó lentamente hacia la puerta
del balcón de su cuarto intentando despejarse. Abrió, con convicción los postigos
de madera (en cierto modo parecidos a la puerta del sueño) y resuelta a
replantearse desde ese momento las prioridades de su vida, paladeó con placer la
luz de la mañana.