Debido al interés causado con mi anterior aporte a la convocatoria de esta semana que nos hace Myriam desde su blog, y ya que la primera parte de la trilogía a la que la historia originalmente pertenece también implica viajar (esta vez se trata de Buenos Aires), quise sumarme con este otro texto a la interesante propuesta juevera de esta semana. Espero les guste.
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RELIQUIAS E INICIALES – PRESENTE CON PASADO
No
sé hacia dónde me dirigirá este comienzo, no sé el destino de mis palabras.
Sólo sé que el relato comienza en el mercado de San Telmo, en Buenos Aires, de
esos donde se venden cosas viejas, adornos, libros, ropa usada; todo lo que
alguna vez fue y quiere seguir siendo, como el corazón que se niega a morir
después de un gran desencanto.
Era
una tarde de sol de un día cualquiera, allí, donde todo es válido y nada es ridículo,
en ese mar de colores, aromas y rostros distendidos, donde la fortuna guía los
hilos de los que se lanzan a la aventura de encontrar algo bueno…
Con
temperamento firme, cabello cano y elegancia en las que se han asentado los
años, una mujer especial se disponía, como siempre, a mostrar su mercadería, o
mejor dicho, sus sueños, porque no era la necesidad comercial lo que le hacía
montar allí su campamento. Era otro el intercambio buscado, mucho más sutil,
valioso y duradero. Era intentar descubrir la vida en los ojos ajenos, contrarrestar
su apatía de los días grises, esa que no tiene nada que ver con el clima.
Ella
había decidido, hacía ya bastante, no entregarse al simple transcurrir del
tiempo, quería hacer algo valioso con la porción de vitalidad de la que
disponía y así se comprometió todas las tardes a ubicar en su pequeño puesto
las cosas más bellas que encontrara, las que atesoraran alguna anécdota, un
recuerdo, un pedacito de alguien que sin estar, todavía seguía viviendo en el
que fue su jarrón, su cajita de música o su retrato.
Aquella
mujer que valoraba la nostalgia y sus testimonios se dedicaba a comprar y
vender antigüedades, teniendo la íntima convicción de que en ellas perduraba
parte de las almas de quienes poseyeron aquellas reliquias, y conservarlas
resultaba ser una manera de honrar a quienes alguna vez compartieron con esos
objetos sus más tiernos e íntimos momentos.
En
realidad su actividad no era meramente remunerativa, era mucho más que eso:
ella escudriñaba en la mirada de cada paseante buscando intuir sus
sentimientos, buscando ubicar a quienes merecían pasar a ser los nuevos
propietarios de sus tesoros. Por eso, cuando alguien se mostraba interesado en
alguno de sus maravillosos objetos y ella interpretaba que no era esa la persona
indicada para llevárselo, se las ingeniaba para desalentarle diciéndole un
precio muy elevado o desviando su atención hacia algo que ella considerara más
apropiado.
Por
el contrario, cuando veía, por algún signo que el destino le mostrara, que
alguna persona destinada a encontrarse con algún objeto determinado no le había
prestado atención, ella se las arreglaba para entusiasmarla con su compra,
incluso, llegado el caso, cediéndoselo por menor valor del que ella había
pagado para adquirirlo.
Así
las cosas, la mujer se consideraba a sí misma la encargada de reubicar en el
mundo de los vivos las reliquias de los que ya no lo estaban y esa actividad
era apreciada por ella como de extraordinaria importancia.
Entre
todos sus tesoros había uno que consideraba muy especial porque nunca había
logrado encontrarle dueño. Por más que estudiara a sus posibles compradores,
por más que advirtiera en ellos real atracción por aquella reliquia, nunca se
decidía por ninguno y desechaba, entonces, hasta las más tentadoras ofertas.
El
objeto en cuestión era un broche. Un pequeño prendedor de principio de siglo,
bastante llamativo, de cerámica esmaltada y oro, con forma de escarabajo. Sobre
el reverso, unas iniciales grabadas le daban el toque tan personal que la joya
poseía. LMA - FDS, podía leerse, y quizás en esas letras fuera donde se
radicaba gran parte de su magia.
Aquella
preciosa alhaja había llegado a sus manos por medio de una amiga de su
infancia, una triste mujer que decidió desprenderse de todos los recuerdos de
su familia con la mezquina intención de reunir dinero para hacer un viaje junto
a su amante de turno.
Quizás
haya sido esa actitud de total desinterés hacia sus raíces lo que hizo que la
anticuaria se encariñara especialmente con aquella pieza que la enamoró desde
un primer momento.
Dada
su basta experiencia en aquellos menesteres de interpretación de historias
pasadas, enseguida intuyó que aquel broche era un especial testimonio de un
momento muy particular en al vida de alguien que ya no estaba.
No
logró recabar con su amiga algún dato preciso que la guiara hasta el origen de
aquella historia, tampoco tuvo la suerte, como tantas veces, de ver en sueños
los pormenores de aquel trocito de pasado. Sí tenía la íntima convicción de que
en él vivía aún el vestigio de la que había sido una sin igual historia de amor
de tiempos idos. En eso sabía que no se equivocaba y por ese motivo, se
esmeraba particularmente en emprender correctamente el difícil proceso de
hallar al dueño que lo mereciera.
Habían
sido ya casi quince los años que habían transcurrido desde que el precioso
escarabajo llegó a sus manos y en todo ese tiempo nunca había logrado averiguar
algún dato cierto sobre su intrigante historia. Tampoco supo con certeza el
nombre de su dueña; sólo escuchó por boca de quien se lo vendió que quizás
hubiese pertenecido a una de las hermanas de su abuela.
El
rastro del origen del escarabajo se perdía en la primera década del siglo
pasado y el lugar probable donde había vivido su dueña era quizás una estancia
en el sur de la provincia de Buenos Aires.
El
broche había permanecido guardado en un viejo alhajero destartalado que por
años cobijó restos de collares variados y aros que habían perdido su par. Allí,
casi escondido entre restos maltrechos de la coquetería femenina, el broche
pasó desapercibido por generaciones, quizás por su forma, algo extravagante
para los gustos más clásicos de quienes no suelen llamar excesivamente la
atención.
Quizás
fuera que le inspiraba una entrañable sensación de nostalgia y cierta tristeza
de amor truncado o no correspondido lo que le hacía sentirlo tan especial.
Quizás hayan sido sus propios años de soledad y amores por siempre postergados
los que le sugirieran esa cualidad en la joya.
La
mujer, que siempre se esmeraba en ubicar con justeza los futuros dueños de sus
antiguallas, nunca supo con exactitud qué tipo de persona correspondía conectar
con aquel prendedor. En general, nunca había tenido problemas para hacer su
trabajo, pero con aquel pequeño escarabajo el asunto resultaba ser mucho más
difícil.
El
hecho de que representara un insecto era, de por sí, un primer inconveniente:
en general, salvo las mariposas, los demás especímenes de esta clase del reino
animal no son bien vistos como adornos, es más, producen cierto rechazo, ligado
tal vez a la aversión natural que suelen despertar estos bichos en la mayoría
de las personas. Así mismo, conocía muy bien el significado que los escarabajos
habían tenido para antiguas culturas, principalmente en la egipcia, donde se lo
relacionaba con el renacer de la vida. De tal manera que quien calificara para
ser su propietario debería ser de gustos muy personales y libre de los
prejuicios de la moda y la estética establecida.
Por
pura casualidad, aquella tarde llegó hasta su puesto un caballero de aspecto
algo enfermizo que le ofreció venderle una antigua cigarrera de plata. No era
demasiado valiosa, su factura, si bien bastante elegante, no era muy especial y
además estaba algo maltrecha, pero un detalle muy particular llamó
poderosamente su atención: “LMA y FDS por siempre” llevaba grabado en su
interior y aquella mágica coincidencia la decidió a adquirir inmediatamente lo
que el destino había decidido poner en sus manos.
Trató
de averiguar algunos datos sobre la historia de la cigarrera, a quién había
pertenecido, cómo llegó a las manos de aquel extraño. Según le informó el
hombre, había pertenecido a un soldado alemán, muerto en la primera guerra; su
padre le había contado que el joven soldado había sido fusilado por desertor y
luego, entre los que habían integrado el escuadrón que lo ajusticiara,
decidieron jugársela a la suerte. Su padre fue quien la ganó y desde entonces
había permanecido en un cajón guardada.
Acotó
también, quizás para agregarle algo de intriga, que creía recordar que su padre
más de una vez le había adjudicado a aquel objeto la constante mala suerte que
lo había perseguido toda su vida. Lejos de amedrentarse por esa historia, la
anticuaria retuvo cada mínimo detalle del relato en su mente, convencida de que
pronto lograría armar el rompecabezas que existía entre su escarabajo y esta
cigarrera.
Esa
noche se fue a dormir muy emocionada, convencida de que pronto lograría
descifrar las historia que enlazaba a aquellos dos tesoros, testigos
privilegiados de lo que, intuía, había sido una gran historia de amor.
(...)