La inspiración para este cuento me llegó mientras hojeaba viejas revistas, acompañando a mi padre en su convalecencia hospitalaria.
(imagen: herbario virtual)
Se podría decir que su infancia fue feliz. Nada especial. Sólo un mocoso como tantos otros de aquellos pagos: inquieto, curioso, soñador…
Trabajador, sumiso, inocente. Siempre bien dispuesto para lo que sus padres le mandasen, no por eso se vio privado de juegos, aventuras y disfrute. Todo lo contrario. Quizás por conocer desde bien chico el esfuerzo que implicaba poder disponer de lo necesario para vivir, supo apreciar en su justa medida cada momento compartido, cada risa de cara al sol, cada proyecto realizado…
Su niñez de chico alegre correteando entre maizales, trepando árboles, esquivando retos y resfriados, siempre estuvo acompañada por un íntimo e inigualable placer: el de de comer mandarinas echado plácidamente bajo la sombra de algún árbol. A medida que los gajos frescos se hacían uno con sus pensamientos, el discreto y lógico juego de escupir las semillas lo más lejos posible, le agregaba a la actividad un notorio plus competitivo que la hacía más interesante.
Desde aquella época y a modo de rito cotidiano, sus pensamientos siempre comenzaron a fluir libremente a la par que el elixir agridulce de la fruta ascendía desde su boca hasta liberarse, jugoso, por su alma soñadora. Mientras arrojaba bien lejos las semillas en forma instintiva, se imaginaba héroe, arriesgado andariego, valiente aventurero dispuesto a descubrir cada día nuevos horizontes… A veces se veía explorador, otras, escritor o artista de circo o mago… distintas e inusitadas tácticas para intentar dejar tras de sí su propia y fructífera huella.
Paradójicamente atado a la que siempre fue su tierra, imaginaba en esos días que alguna vez se animaría a dejar atrás –quizás no para siempre- sus apacibles pagos de verdes interminables y soledades perennes. Aquellos veranos de su niñez, de mediodías vibrantes y siestas relajadas desgajando mandarinas a la orilla del río -mientras alguna mojarrita incauta y un sueño lejano picaban en su anzuelo- quedaron para siempre en su memoria como recuerdos vívidos de lo que puede llegar a ser la felicidad perfecta.
Aún años después, cuando se fue a vivir al pueblo y comenzó a trabajar en el almacén de ramos generales, siempre se las ingenió para hacerse una pausa en medio de sus rutinas y practicar su ritual de jugos y vuelos. Ese era su único recreo cotidiano, su indispensable paréntesis en medio de la chatura de su vida monocorde.
Los años pasaron, su vida continuó su curso previsible. Jamás se alejó del pago. Jamás fue valiente explorador o artista o héroe. En medio de una soledad cada vez más indolente sus sueños fueron menos alados, más concretas sus metas, más acotadas sus necesidades, más ocasionales sus breves divagues… pero siempre, en medio de sus instancias cotidianas, se permitía para sí el tiempo necesario para aquel íntimo goce, ese breve sobrevuelo habitual recordando añejos sueños doblegados e ingenuos intentos de sobrevivirle al tiempo.
Al final de sus días, las quimeras no concretadas lograban superar con creces los pocos anhelos sobrevivientes. Las múltiples y alocadas ocurrencias juveniles no lograron nunca materializarse y la frustración de no haber dejado un rastro importante que acreditara su paso por la vida solía entristecerlo hasta llegar a las lágrimas. Solamente la libertad de sus pensamientos reverdecía en las horas de siesta, mientras el dulce aroma a mandarinas aún lo continuaba transportando –a modo de consuelo- hasta su añorada infancia.
Como en aquel entonces, el hábito de arrojar bien lejos las semillas de las frutas formaba parte de su acostumbrado rito. Con tantos años de práctica ya las pepitas lograban sobrepasar con facilidad el tapial del fondo de su casa, ese que lo separaba de un extenso descampado lindero.
Como en aquel entonces, el hábito de arrojar bien lejos las semillas de las frutas formaba parte de su acostumbrado rito. Con tantos años de práctica ya las pepitas lograban sobrepasar con facilidad el tapial del fondo de su casa, ese que lo separaba de un extenso descampado lindero.
Un buen día su vida se apagó. Se acabaron sus rutinas, sus ansiedades, sus juegos. Sus sueños de aventuras cesaron. Sus intentos vanos de sobrevivirle al tiempo también…pero lo que nunca supuso aquel hombre sencillo y soñador es que, pese a no sospecharlo jamás, su impronta en este mundo logró perdurar… en los frondosos árboles que fueron naciendo de todas las semillas que fue esparciendo a lo largo de su vida -aquí y allá- en la que siempre fue su tierra y gracias a él se transformó en un precioso bosque de mandarinos… donde aún hoy suelen refugiarse los muchachos del pago en las siestas de verano, cerca del río, donde transcurren tranquilos y felices sus horas… saboreando dulces mandarinas y sueños que ansían alguna vez alcanzar.