Esta semana, Maribel nos propone contar un sueño para luego ella intentar interpretarlo. Aquí dejo uno que en varias ocasiones he tenido.
El sueño se sitúa dentro de
aquella vieja casa que alguna vez habitaran mis abuelos y mis tíos y que, por
años, fuera cada domingo el lugar de reunión de toda la familia.
Puedo recorrer con fluidez la
sucesión de habitaciones que se me muestran solitarias y oscuras. Los seres
queridos que allí habitaron se adivinan entre las sombras. Están quietos,
quizás observándome, pero sin emoción. Son parte del mobiliario arrumbado que persiste
en los rincones, bajo el polvo de los años. Sé que están muertos, sé que la
vieja casa ya no existe porque ya no están quienes le dieron vida. Pese a todo
sigo recorriendo las habitaciones, descubriendo aquí o allá algún detalle que me
reaviva algún recuerdo lejano de años felices.
Bajo mis pies, las apolilladas
tablas del piso crujen agregando dramatismo a mi recorrido. Afuera llueve y
sopla un viento fuerte. Hay goteras en el techo y el agua de lluvia se filtra
con facilidad entre las grietas. Ya casi no hay sitio seco que resulte ser un
refugio aceptable frente a las inclemencias del tiempo, sólo está firme el
techo de la cocina, otrora cálida pero que ahora se siente también fría, inhóspita
y desolada. Pese a todo, allí me siento más confortada, algo más protegida.
Por algunos instantes percibo que
ellos, mi gente, mi familia, están. De una forma irreal, no vital, pero están y
me acompañan. No me espantan esas presencias, todo lo contrario. Me siento
contenida, aunque comprendo que la casa no es ya un sitio habitable, que no
vale la pena estar un momento más allí, que el pasado ha dejado su huella inapelable
y que debo partir.
Ahora la lluvia ha cesado y hasta
me parece sentir alguna tibieza de un sol que no veo y que se despide. Se abre
paso la noche. Me voy, recorro la vereda que aún tiene charcos dejados por la
lluvia, en los que se reflejan las luces de la calle y de los autos que pasan
sin detenerse. Sé que ellos, mi gente, se quedan adentro, aguardando pacientes
por si quiero volver a visitarlos. La casa se ve en ruinas, más triste y vacía
de lo que solía ser. La tristeza me embarga pero no derramo lágrimas, sólo
paladeo un regusto agridulce en mi boca.
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