Ya es la hora. Está por llegar.
Algo en mi interior me avisa sin necesidad de consultar el reloj. Escucho sus
pasos en el palier. Una sensación que no sé definir me hace reconocerlos. Un
cosquilleo confuso siempre se me adelante y mezcla, en inesperadas dosis, agitación
e incertidumbre. Un palpable nerviosismo me invade de pies a cabeza y eriza mi
piel. Lo espero detrás de la puerta anhelando que se fije en mí, que me dedique
una mirada complaciente.
Sé que a veces no llega
tranquilo, dispuesto a disfrutar de mi compañía sin más y no logra contener su
estrés acumulado durante el día. Pobre. No lo culpo. Debe ser difícil andar
allí afuera, en ese infierno urbano enfrentando la estupidez de toda esa gente
que cada día se vuelve más incompetente. Es más que comprensible que a veces no
se contenga y descargue su ira sobre mí. No es que no me quiera. ¡Nada que ver!
Es que el cansancio lo obnubila y a veces no llega a tranquilizarse como
necesita. Yo lo comprendo y tengo paciencia. Por eso intento no contrariarlo. Estar
siempre alegre, bien dispuesta, atenta a sus necesidades, sus
requerimientos, sus ganas, sus quejas… valorando mucho si llega con deseos de
sacarme a pasear, de lucirme frente a los demás, si quiere que lo mime en la
quietud del hogar o si prefiere que lo acompañe desde lejos y en silencio.
Hago todo lo que me corresponde
lo mejor posible. Intento verme siempre bien, prolija, animosa y bien acicalada.
Conservo mi lugar, dejo siempre que él sea quien imponga el ritmo de silencios
y cariños, de palabras y gestos que me indiquen cómo fue su día. Nunca intento
apresurar las cosas y jamás dejo que mis melindres le alteren sus rutinas.
Debo ser muy sutil para averiguar
su estado de ánimo. Tengo que agudizar y poner a prueba todos mis sentidos para
intentar interpretarlo. Pese a mi persistencia, casi nunca lo logro, seamos
sinceros, pero eso no me amedrenta. Busco cada día volver a intentarlo
basándome en las buenas o malas experiencias anteriores. Creo que poco a poco
lo voy consiguiendo.
Comparando con los inicios de
nuestra relación, hemos avanzado mucho. Ya casi no me castiga. Solamente algunas
veces amaga algún bofetón –sólo con la mano abierta- sobre mi cara, pero ya no
la deja caer con demasiada rudeza. Lo transforma casi de inmediato en un empujón
-algo brusco sí- pero sin maldad. Yo valoro esa consideración como un triunfo
de los lazos que hemos venido forjando día tras día, noche tras noche.
A veces hasta consigo que
prolongue por un rato alguna caricia acompasada. En esos increíbles minutos de
éxtasis yo quisiera que se eternizara el tiempo. Que la tierra dejara de rotar
sobre su eje, que las estrellas aumentaran su brillo en el cielo y todo se
conservara así, para siempre… como ese segundo de íntima felicidad que me
invade por su sentida muestra de cariño. Muestra que por ser tan poco
frecuente, valoro infinitamente.
Ahora, a lo que aspiro -sé que demando
demasiado- es aproximarme a la que es mi más soñada meta: quisiera que alguna
vez dejara de tratarme como su fiel vistosa y dócil mascota, y me considerara como lo
que en verdad soy…su legítima esposa.
Más relatos sobre mascotas, en lo de Charo.