Sumándome a la propuesta de Molí y disculpándome por haber superado las 350 palabras, les dejo mi aporte juevero con mis mejores deseos para el nuevo año.
La patria es la infancia -dicen-
y por extensión, la gente y el lugar con quienes se forma nuestra identidad. En
mi caso, la locación de esa infancia se centra -en gran parte- en la casa de
mis abuelos, y entre los momentos más entrañables, sin duda se hallan las
primeras navidades que allí viví. Hacia aquella pequeña casa del centro
rosarino concurría mi familia dispuesta a compartir el momento más feliz del
año. Además de mis padres y hermano, tíos y primos se concentraban en torno a
la mesa familiar -que se sentía grande, pese a las restricciones del espacio- encabezada
por los dueños de casa. Mi abuelo aportaba la oficialidad del festejo. Mi
abuela, el espíritu festivo.
Sin considerar la pureza o el
origen de las tradiciones que allí se cultivaban –el ensamble de objetos y
costumbres era realmente variopinto- a mis ojos de niña que recién se abría a
la vida eran fundacionales. Una colección icónica de figuritas de cerámica
descascarada y plásticos chinescos entremezclados -sin que su valor simbólico y
variedad de escalas fueran determinantes- conformaban lo que llamábamos “el
pesebre”: una multitud de personajes rodeando a la Sagrada Familia escenificando
el evento que se celebraba.
A medida que el relato oficial se
nos fue detallando, los chicos nos preguntábamos qué demonios hacían una morsa
o un pingüino dentro de aquella extensa representación de Belén de los años
remotos y nuestra conclusión lógica era que -sin lugar a dudas- la universalidad
del acontecimiento se manifestaba con aquellas aparentes incongruencias
geográficas e históricas.
Aunque los importantes eran el
Niño, la Virgen, San José, la vaca, el burro y los Reyes Magos, también lo eran
las ovejas y los pastores junto a algunos ángeles, aportando la alegría terrena
y la sacralidad celestial. La cercanía del resto de los personajes dependía del
estado estético y de la pequeñez de su condición. Igual, si se encontraba
dentro de la caja en que se guardaban “las cosas del pesebre” a nadie se lo
excluía del conjunto. Aunque careciese de una pata o su fealdad fuese evidente
no se le cuestionaba la pertenencia, al fin de cuentas el amor incondicional era
el mensaje central de la Navidad y en todo debía manifestarse.
Más allá del Nacimiento -que
siempre se lucía en un lugar en que no entorpeciera el paso- lo que acaparaba
la centralidad del reducido comedor era el arbolito: de esquelético tronco
forrado con papel crepe y despeluchadas ramas, se alzaba totalmente decorado
sobrepasando mi estatura con magnífica dignidad. Los adornos –antiquísimos desde
mi perspectiva- lucían sus metalizados reflejos bajo las guirnaldas de
lucecitas parpadeantes que hipnotizaban nuestra ansiedad infantil, mientras aguardábamos
la llegada de un huidizo Papá Noel que jamás quiso mostrársenos en persona. Coronando
el pino, un puntiagudo adorno de cristal coloreado remarcaba la dignidad del
evento.
Todo aquello era, para mí, perfecto.
Y así lo conservo más allá de los cuestionamientos que pudieran haber nacido de
posteriores razonamientos. Creo que la Navidad, además de su significado
religioso, tiene el poder de eternizar la inocencia de quienes tuvimos la
suerte de sentirla de pequeños, anidando en el corazón de una infancia feliz.
Con el paso de los años y las inevitables pérdidas familiares, podemos caer en
la trampa de la tristeza y la añoranza, pero aquel sentimiento puro aguarda en
nuestros corazones queriendo renacer cada nueva Navidad para ser compartido. Hagamos
lo imposible para que no se nos apague nunca esa llama.