Quizás un mejor titulo para este relato resultaría "La elegida". Espero me toleren la licencia
La madre Luna decidió bendecirla
desde el momento mismo en el que sus sollozos anunciaban al mundo su
nacimiento. Los primeros rayos del plenilunio acariciaron sus mejillas redondas
y sonrosadas cuando su padre, el jefe de la tribu, la alzó hacia lo alto dando
gracias a los dioses por su llegada. Envuelta en pañales, la pequeña se
mostraba con inocencia ante aquella luz sobrenatural que la envolvía
consagrándola como nueva integrante de su casta. Por aquel acto de íntima
conjunción, se reconocía la naturaleza de su estirpe, la grandeza de su futuro,
la excelencia de su sangre reafirmando la importancia de su destino.
Su pueblo relacionó desde aquel
momento su bonanza con la propia existencia de la niña, llegada al mundo en
medio de los mejores designios. Desde sus primeros años de infancia su
percepción e inteligencia la destacaban entre los otros niños, resultando ser
mucho más madura de lo que señalaban sus años. Sus aptitudes de líder,
heredadas de sus ancestros, marcaron su temple y su conducta, sobrepasando las
restricciones que la condición de ser mujer le imponía entre su gente. Sin
dudas era una elegida.
Con los años, su belleza fue
creciendo a la par de su buen juicio y sus innumerables virtudes. Su tez era
tan blanca como la luna en la más transparente de sus fases y en su pelo
habitaba la negritud del misterio de la noche. Fue deseada y amada por los más
valientes guerreros, tanto de su tribu como de otros pueblos vecinos. Ella, en
cambio, parecía estar siempre por encima de los vaivenes cotidianos y de las
superficiales pasiones humanas que restringen la existencia al mero plano de la
supervivencia.
Era diferente al resto de las
muchachas y esa particularidad muchas veces llegaba a desconcertar e intimidar a
quienes la rodeaban. Lejos de soñar con casarse y tener hijos, su inquietud
primordial radicaba en la búsqueda de las grandes verdades de la creación, en hallar
el sentido más profundo de la vida desentrañando la sabiduría de sus ancestros.
Sentía que su ser estaba ligado tanto a su madre Luna como a su gente, a
quienes estaba destinada a enseñar y rescatar.
Pero llegó un tiempo en que los
dioses parecieron querer abandonar a su suerte a aquel pueblo antes próspero y
floreciente. De improviso, hambre, enfermedades y calamidades sobrevinieron sobre
aquel territorio. Surgieron, en consecuencia, una
sucesión de venganzas y matanzas entre los clanes a causa de la escasez de
recursos. La desesperanza tomó el lugar
que anteriormente ocupara la concordia.
Sin que los sabios de la tribu lograran
encontrar alguna razón directa por aquel castigo enorme que les enviaban los
dioses, con el paso de los meses y las constantes desgracias que se azotaban
sobre sus espaldas, el pueblo comenzó a pensar que quizás las divinidades estaban
descontentas con el trato que se les venía dispensando. Quizás –sin saberlo- habían
ofendido con su rebeldía a los dioses del cielo y de la tierra y ahora ellos reclamaban
algún tipo de ofrenda para enmendar semejante insolencia.
El temor y el recelo ante lo
desconocido lograron anteponerse a la prudencia de las decisiones y fue así que
en un concilio realizado por los mayores, surgió la idea de honrar a los dioses
ofreciéndoles sus mejores tesoros, sus más preciados bienes a modo de
sacrificio voluntario. No se tardó en proponer que sería la propia bendecida la
candidata ideal para expiar los pecados de todo el pueblo. Si ella había sido
elegida por la madre Luna desde su nacimiento, seguramente esa era la mejor forma
de hacer honor a su destino privilegiado.
Fue así que se inició la
ceremonia del sacrificio bajo la luz de un nuevo plenilunio. Como aquella luna
que alguna vez la viera nacer, asomaba ahora sobre el horizonte otra luna,
mucho menos diáfana y afable, rojiza y amenazante tras un espeso manto de nubes
tormentosas.
Avanzando entre filas de
antorchas encendidas, entre las lágrimas de expiación y desconsuelo de su
propia gente, la bendecida se dirige hacia el improvisado altar que alzaron
sobre una roca elevada, justo al borde del abismo.
No hay miedo en su mirada.
Tampoco altivez, ni odio ni indignación por el acto de barbarie que se está por
cometer contra su persona. Sólo transmiten sus ojos la pena de quien, desde su
sabiduría, observa la ignorancia de sus pares con la conmiseración y tristeza al
comprobar que no ha logrado –pese a sus esfuerzos- alcanzar el objetivo trascendental
para el que fue elegida.
Más relatos jueveros, en lo de Juliano el apóstata