Me sumo a la propuesta juevera que nos hace Mag desde su blog con un texto que no sólo resultó más largo que lo aconsejado, sino que además, quizás no tenga mucho de gótico. Sepan disculpar si no dí esta vez en la tecla. Para leer todos los aportes, dar clic aquí.
EL MONJE
El monje llegó una noche de luna
brumosa, sin aviso y sin saberse quién lo enviaba. Se instaló sin demasiadas
explicaciones entre los restos de la vieja ermita que ya nadie visitaba y al
poco tiempo se las ingenió para reunir un grupo de aldeanos que lo ayudaron a
reconstruir lo que quedaba de la capilla. Desde allí, cada día al despuntar el
alba hacía sonar la añosa campana de la torre llamando a misa.
Por aquellos años y en aquel
lugar era poco, en realidad, lo que se sabía de los ritos litúrgicos dogmáticos
y los ingenuos pobladores, analfabetos y despojados de más pretensiones que poder
acercarse a alguna sacralidad que les insuflase un soplo de alivio y esperanza a
sus despojadas vidas, no comprendían que casi nada tenían que ver aquellos
gestos ampulosos y aquellas dramáticas sentencias lanzadas desde el púlpito con
lo que dictaban las Sagradas Escrituras.
Las exacerbadas palabras lanzadas
como advertencias desde aquel rincón perdido en las montañas estaban destinadas
a aplastar los espíritus libres, anuncios de próximas pestes, irrevocables
penas, oscuridades y desventuras aguardando a todo aquel que no cumpliese con
lo que desde el púlpito se imponía como palabra santa. El miedo y la
desconfianza se arraigaron en todos ellos, la delación, la autoflagelación, la
falsa creencia que el dolor resultaba ser un justo castigo para sus almas
pecadoras. Nada de luz habitaba lo que debería haber sido un lugar sagrado,
sólo oscuridad y temor, penas y castigos.
Sucedió un invierno que una joven
pastora quedó atrapada por una tormenta cerca de la ermita. A la mañana
siguiente encontraron a todo el rebaño pastando cerca de unas rocas, pero
ninguna señal de ella. La búsqueda fue intensa y se prolongó varios días, pero
fue infructuosa. Durante la homilía el tenebroso monje se encargó de repartir
culpas, diciendo que nada sucede porque sí, que todo mal resulta ser castigo de
alguna conducta pecaminosa y de inmediato puso a la gente a hacer penitencia y
más restricciones como señal de arrepentimiento. Al poco tiempo concluyeron que
merecían la pena y comenzaron a olvidar a la joven perdida.
Mucho tiempo después un joven
extranjero llegó a aquellas tierras buscando conocer mundo. De inmediato se
intrigó cuando supo la historia de la pastora perdida y con gran interés se
dedicó a revisar el camino que supuestamente ella debería haber recorrido.
Entre las piedras en las que hallaron a las ovejas, el joven descubrió lo que
parecía ser una entrada imprevista hacia un sitio subterráneo y sin pensarlo demasiado, entró por el hueco.
Apenas sus ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad logró distinguir lo que parecían ser una
jaula desde donde provenían leves gemidos. Intrigado, decidió terminar de bajar
los peldaños de piedra con sumo sigilo. Cuando a punto estaba de lograr ver el
interior de la celda, un chirrido espantoso quebró el silencio de aquel inmundo
agujero y lentamente una luz fue abriéndose paso por un pasadizo aledaño.
De
inmediato identificó la gruesa figura del monje que antes había conocido en el
pueblo, por lo que supuso que debería encontrarse en los sótanos de la ermita.
Apenas el monje se detuvo frente a la jaula, los leves gemidos se transformaron
en angustiosas súplicas y gritos.
Sin demostrar el mínimo gesto de piedad ni
remordimiento aquél, que minutos antes hablaba frente al altar del deber de
vencer tentaciones y purificar las almas, ahora se hundía, lujurioso en un
frenesí de sexo y desenfreno a costa de la pobre niña que yacía encadenada en
un sucio catre destartalado.
Espantado por lo que veía, el joven quedó
petrificado mientras escuchaba los gritos sofocados de la indefensa víctima. De
repente un terrible aullido de dolor interrumpió los jadeos del despreciable
sujeto, que se revolcaba sobre el suelo mientras su propia sangre iba manchando la
claridad de su sayo. Al fin el joven, involuntario testigo de aquel horror,
logró salir de su letargo y se acercó para socorrer a la muchacha, que, entre
arcadas de asco y rencor escupía ahora los restos del miembro de aquel
desgraciado que, entre sus propias heces, iba muriendo desangrado.