Mi relato: El templo de las reiteraciones perpetuas.
Luego de tres días perdido en esta jungla laberíntica, al fin mi sueño parece estar a punto de concretarse. Al pie de lo que espero sea la Gran Pirámide –la espesura de la selva no me permite ver lo que debería ser la cúspide- intento descubrir los secretos que pueda advertir en el muro pétreo.
Mis dedos sigilosos palpan la piedra tallada buscando alguna punta que me permita descifrar los enigmas escondidos tras los petroglifos. El sol del mediodía se filtra entrecortado entre las capas superpuestas de árboles y bejucos y apenas consigo reconocer algunos signos misteriosos de los que no logro extraer significados.
Una curiosa sucesión de parciales percepciones me resultan ya vislumbradas, una especie de adelantos encriptados de lo que está por venir… pero lejos de darle importancia, se me ocurre que quizás el agotamiento físico está ya haciendo estragos en mi mente y mi capacidad reflexiva.
Ascendiendo un poco sobre la pared levemente inclinada que se alza ante mí, con gran esfuerzo logro ver el detalle de un sobrerrelieve labrado con gran virtuosismo: un rostro humanoide de aspecto intimidante muy similar al que encontramos en aquel monolito en medio de la jungla antes de ayer, justo antes que los guías huyeran espantados sin siquiera darme explicaciones. Sobresale allí, en lo alto de la pared rocosa, sin dudas buscando desalentar con su presencia a eventuales visitantes indeseados.
Por supuesto esos primitivos recursos no funcionan conmigo, que he llegado hasta aquí después de cientos de intentos fallidos, infinidad de penurias, y un extenuante viaje más que accidentado. En medio de este calor sofocante que aprieta sin piedad hasta las entrañas, creo estar ya inmunizado para sobrellevar cualquier clase de contratiempo. Por ser como soy, todas esos incontables inconvenientes no han logrado desanimarme, todo lo contrario, han hecho que la búsqueda de este tesoro logre motivar -desde hace veinte años- cada día de mi vida.
Luego de beber con ansias el último trago de agua que porta mi cantimplora, me lanzo hacia lo alto con fuerza renovada.
Aferrándome a la roca escarpada con toda la fuerza de la que son capaces mis dedos, logro subir hacia el borde superior de lo que resulta ser un sólido basamento de piedra basáltica de dimensiones descomunales.
Abriéndome paso a fuerza de machete entre el espeso follaje que envuelve el segundo nivel de lo que ya confirmo es una gigantesca construcción, voy rodeando con cuidado la piedra milenaria, apartando ramas y espesura.
Al fin llego hasta el comienzo de una empinada escalinata que asciende –sobrecogedora- hacia la cima de lo que sin duda alguna vez fue templo de dioses y misterios. La enorme ansiedad por llegar al corazón de sus secretos desborda el mío. Mis latidos se aceleran más y más confundiendo fiebre con emoción y regocijo.
Con esfuerzo sobrehumano consigo trepar los últimos escalones escondidos tras el manto protector de la selva abigarrada. Al fin logro ver el majestuoso espectáculo del pináculo de la pirámide que al parecer culmina en una pequeña sala de muros aventanados. Hacia allí trepo sacando fuerza de flaquezas, especulando sobre las maravillas que habrán de compensar mi titánico esfuerzo.
Inconscientemente sigo siendo fiel a mi añeja costumbre de contar con precisión matemática todo lo que en rítmica sucesión se cruce en mi camino. Han sido mil veintidós los altísimos escalones que he debido trepar, pero al fin me hallo en la torre. Pienso que debe haber un motivo para esa caprichosa cifra, pero no me dejo llevar por conjeturas apresuradas.
Es breve el tiempo que le dedico a contemplar desde lo alto al intrincado paisaje selvático que acabo de atravesar. Mis ansias de oro son muy superiores a mi interés de naturalista. Apenas me doy tiempo para reponer mi ritmo respiratorio y sin más, me lanzo a atravesar la única puerta que ocupa la pared del fondo de la pequeña sala. No hay hoja que cierre el vano pero la oscuridad no me permite ver que hay tras de él.
Sobre el dintel, mostrando otra vez su gesto amenazante, reconozco a la misma figura esculpida en el basamento y en aquel monolito perdido en la jungla. Sin duda se relaciona con la deidad que allí veneraban los antiguos.
Apenas traspasar lo que supuse limitaba un sitio cerrado, me sorprende hallarme otra vez en medio de vegetación enjundiosa.
Mis dedos sigilosos palpan lo que resulta ser otra gigantesca piedra tallada poblada de los mismos petroglifos que intenté en vano antes descifrar. El sol ardiente se sigue filtrando entrecortado entre las capas superpuestas de árboles y bejucos y apenas consigo distinguir algunos signos misteriosos de los que no consigo extraer significados.
Una nueva sucesión de parciales percepciones se me presentan como ya vislumbradas, lo que me confirma que no es el agotamiento físico lo que las provoca. Evidentemente se trata de alguna advertencia que en mi mente espera ser dilucidada.
No tengo ahora ni un sorbo de agua que calme la sed implacable que me quema por dentro. Aferrándome a la roca escarpada con toda la fuerza de la que son capaces mis dedos, logro subir hacia el borde superior de lo que resulta ser otro sólido basamento de piedra basáltica de dimensiones descomunales. Me abro nuevamente paso a fuerza de machete entre el espeso follaje que rodea el segundo nivel de lo que resulta ser otra gigantesca construcción que se alza hacia lo alto. Voy bordeando con cuidado la piedra milenaria, apartando ramas y espesura.
Al fin llego hasta el comienzo de lo que es una nueva empinada escalinata que asciende –sobrecogedora- hacia la cima de lo que aún no alcanzo a ver. La infinita ansiedad por llegar al fin al corazón de sus secretos, desborda el mío. A estas alturas, la lógica de la sucesión de espacios ha perdido para mí su habitual sentido.
Mis latidos se aceleran más y más, fundiendo la fiebre con apenas rastros de lo que fueran emoción y regocijo. Con esfuerzo sobrehumano consigo trepar los últimos escalones escondidos tras el manto protector de la selva infinita. Incrédulo, logro ver el majestuoso espectáculo de otra gran pirámide que -como su antecesora- culmina en una pequeña sala de muros aventanados.
Hacia allí trepo sacando fuerza de flaquezas pensando en los tesoros que al fin habrán de compensar mi titánico esfuerzo.
Sigo contando con precisión matemática lo que en rítmica sucesión se me cruza en mi camino. Han sido esta vez mil veintiuno los escalones que he debido trepar, pero al fin me hallo en la torre del pináculo. Tengo la certeza que no es para nada caprichosa esa cifra, y me atrevo a conjeturar que se halla ya enlazada a mi destino.
Esta vez el desasosiego no me da tiempo, ni para contemplar el paisaje, ni para regocijarme por la eventual cercanía del oro y los tesoros.
La misma figura tallada en aquel monolito perdido en la jungla y en los distintos puntos de la primera pirámide me observa otra vez desde el dintel del único portal que se abre en la pequeña sala. Tampoco aquí la oscuridad me permite ver qué se oculta tras el vano, pero esta vez estoy seguro que habrá una nueva jungla con nuevos petroglifos tallados en piedra y otra gran pirámide –esta vez con una escalinata de mil veinte escalones- aguardándome impertérrita para que los escale… entregado, ya como estoy- sin posibilidad de escapes ni retornos- a su intrincado y tramposo juego de reiteraciones perpetuas.
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