Imagen: gato de la película Inside Llewyn Davis
Ella era una de esos personajes
del cine intelectual, estereotipo de fémina que suele hablar con un tono
susurrante y lacónico, quedándose sin aliento al culminar una frase y aparentando
estar siempre a punto de caerse. Con una copa o un cigarrillo entre las manos y
un aire de haber visto lo peor de un mundo oscuro que se deshace a su alrededor,
se mueve levemente por alguna habitación en penumbras, mientras algún enamorado
secreto la observa extasiado. Con la naturalidad de quien dice “buenos días” de
vez en cuando se destapa con una frase filosóficamente profunda despachada con
ese hilo de voz seductor que le nace frente a cámara, mientras su mirada
lastimera se pierde con nostalgia en algún trozo de cielo incontaminado, que se
abre – contradictorio - en medio de una
gran ciudad mugrienta y miserable. Su pasado resulta ser bien negro, su
presente por demás de opaco y su futuro, prácticamente inexistente. Su soledad
e infelicidad es manifiesta y crece en cada escena.
Él resultaba ser el típico
perdedor, ese antihéroe cinematográfico que anda vagando por los suburbios cargando sobre sus espaldas la frustración de
tener un sueño y nunca poder concretarlo y con la añoranza de épocas juveniles
en las que aún tenía intacta la vocación de sobrevivir como sea. Con su
guitarra a cuestas y unos pocos bártulos que constituyen sus mínimas
pertenencias, noche a noche va alternando los sofás de un puñado de amigos que
aún toleran sus visitas, borracheras, deudas acumuladas, contratos incumplidos
y melodías de blues inundando sus vidas conflictuadas. Intentando escabullirse
de un futuro insípido al que teme más que a la muerte, el descolorido músico
marginal baraja las últimas cartas entre sus contactos, intentando recibir a
cambio de su desgarrada música algunos pocos dólares que le permitan subsistir unos
cuantos días más. La falta de proyectos ciertos le oscurece cada vez más la
mirada que sostiene – alicaída - por varios segundos frente a cámara, evocando dolorosos
recuerdos que no se digna a compartir con el espectador.
El gato era anaranjado, de pelaje
largo, atigrado y suave. Con unos ojos increíblemente expresivos e intrigantes que
atrapan con su misterio a todo quien lo mira por primera vez. Su mayor talento
es detectar a los seres solitarios, esos personajes grises que peregrinan
la inhóspita ciudad de la pantalla, perdidos entre una multitud incierta de
extras que deambulan sin aparente destino, pero con la inconfesable aspiración
de lograr un primer plano y captar aunque sea brevemente la atención del
espectador. Al gato casi no se le siente maullar. Quizás esa gran virtud de ser
manso y silencioso atrae a los personajes principales que anda solos por esa vida
de ficciones, buscando un hueco donde guarecerse, un oído que no se canse de
sus quejas y al menos alguna vez cuando la luna asome, tener con quien
compartir un intercambio de caricias.
El puente se adivinaba antiguo, monumental
y de férrea estructura. Como testigo mudo de viejas épocas de bonanza, cruzaba
el rio impertérrito a la vez que dividía en dos la urbe quejumbrosa. Con débiles
luces amarillentas salpicando aquí y allá la espesa negritud de la noche
lluviosa, se extendía sobre el simulado curso de agua desde una impensada
altura que en realidad era sólo apariencia. Los pocos autos que lo transitaban iban
cediendo paso a la impávida quietud requerida para preanunciar una eventual escena
de suicidio.
La chica de la voz susurrante ahora
avanza hacia la parte central del puente caminando con suma lentitud bajo la tormenta
que no parece menguar. Sus lágrimas irredentas se funden con las gotas de lluvia
que no respetan ni sombrero ni paraguas. Lágrimas y lluvia resultan ser igual
de ficticias, pero la fuerza expresiva es buena y la escena logra gran impacto.
La cámara se regodea con el brillo de los ojos obtenido con un buen colirio y así, las pupilas claras se destacan en plenitud.
Un leve maullido quiebra el
silencio de la noche. Para remarcarlo, la ligera música incidental de la escena
se diluye hasta hacerse casi imperceptible. El gato anaranjado entra en escena
con paso decidido y veloz, aunque sin correr. Se detiene frente a la chica, la
observa escudriñando las necesidades de su alma y le dedica, junto con una de
sus insondables miradas, el generoso obsequio de la suavidad de su pelaje acariciando
sus piernas. La cara de la chica se ilumina con la sonrisa que a su vez ella le
dedica. El impulso de alzarlo y abrazarlo no se hace esperar. El gato responde
con la mansedumbre de un felino que ha ansiado ese encuentro. Se deja acariciar
y le ronronea.
La lluvia ahora sí parece
menguar. Algunas nubes despejan la faz de la luna que brilla sin certezas
desde lo alto. De improviso, el gato se libera de los brazos de la chica y con
un brinco inesperado se aleja hacia un punto incierto fuera de cuadro. La cámara
lo sigue unos metros a la vez que se ocupa de remarcar la desolación que siente
la joven al dejar escapar el último hilo que la sostiene a la vida.
Un par de zapatos gastados de
hombre ocupan ahora el primer plano, arrastrando entre charcos la que ya
resulta ser habitual soledad de músico frustrado. Por segunda vez el gato entra
en escena irrumpiendo en el destino de otro desafortunado personaje. Se repite
la sorpresa, la seducción, la mutua complicidad de miradas y caricias. La necesidad
de compañía hace el resto. El felino se las ingenia para conducirlo, sin prisas
pero sin pausa, hacia el puente donde minutos antes dejó aguardando a una
potencial suicida. Apresura su paso y también el del solitario músico, que sin
saber por qué, se decide a seguirlo.
El cielo de la noche se anima a lucir
alguna estrella. La chica de la voz rumorosa se instala otra vez frente al momento
crucial de su destino. Parece querer cerciorarse de las definitivas
consecuencias de una eventual caída al esquivar aquellas bridas. Algo en su
interior le hace dudar de la decisión tomada. Parece aguardar alguna señal que
le haga reflexionar sobre la esperanza y la fe que debería sostener el valor de
la vida. Mira a su alrededor pero nada altera la soledad de la noche. La existencia
parece extinta.
Por fin, en el momento
culminante, justo antes de dar el salto crucial, unas manos decididas la toman
por los brazos impidiendo que se arroje a las frías aguas turbulentas. El acto
suicida se ve interrumpido. Los pies pequeños de la mujer susurrante vuelven a
apoyarse sobre el gris del asfalto. Ya no se los ve solos. Otro par de zapatos –otra
vez los gastados del músico desterrado- la acompañan ahora.
Nuevamente el gato
anaranjado entra en escena. Ronronea particularmente feliz y conforme con el
logro obtenido. Comparte esta vez sus caricias con dos pares de piernas. Dos pares de piernas que quizás se decidan desde
ese momento a disolver sus soledades, fórmula inequívoca para un final abierto
que reconforta a los espectadores que de a poco se reubican en sus realidades
al tiempo que en la pantalla, fundido a negro, aparece como bordada la palabra
Fin.