Mientras las islas del delta del Paraná arden por la desidia y la bestialidad de muchos, dejo mi aporte para esta convocatoria juevera con una versión abrebiada de un cuento que escribí hace tiempo, tomando el Final 4 como conclusión del relato.
Pese a intentarlo, no conseguí ceñirme a las 350 palabras sugeridas. Me disculpo.
Para leer todos los textos participantes, pasar por el post anterior.
LA MAGA
DEL AGUA
Desde tiempos inmemoriales, entre los
humedales del Paraná, la Maga del Agua cuida del río y sus habitantes, ya sea como espuma, niebla, rocío,
lluvia o agua fluctuante, se detiene en cada bañado cuidando de los peces,
las nutrias, las aves y los isleños.
Cuando la luna se muestra en plenitud, la Maga
se atreve a revelarse sin disimulos. Dejando de lado su habitual apariencia
acuosa, toma forma de mujer y hasta se anima a andar por la orilla bajo la luna
llena. Ella premia al generoso, al respetuoso, al agradecido. Desprecia en
cambio, a quien no tiene respeto, ni aporta algo al círculo de la vida. No
siempre es grato su trabajo, sobre todo cuando al corazón humano se le da por olvidarse
del valor de la Naturaleza. Si no fuera por ella, hace rato que el río ya no
sería río, ni los humedales fuente de vida y belleza.
En medio del delta vive un viejo pescador.
Allí nació, creció y formó su familia. Allí quedó otra vez solo, cuando los
años lo dejaron viudo y su único hijo partió para probar suerte en otros
rumbos. A pesar que le dolió su partida, nunca se quejó ni le recriminó por
querer ver nuevos horizontes. Siempre creyó que cada quien debe buscar su lugar
bajo el sol y que no todos somos para el mismo sitio. El viejo es feliz
sabiendo que su hijo lo es. No será muy instruido pero comprende que la
felicidad no implica sepultar los sueños. Esa mañana, el aire dulce le presagia
un buen día y lo comprueba una carta de su hijo anunciándole su pronta visita.
Para más regalo, esta vez llegaría con su nieto, al que sólo conoce por fotos. Hasta
el cielo mostró su alegría tiñéndose con rojizas vetas.
Llegó por fin el encuentro y el día se
transformó en una verdadera fiesta. Padre e hijo se fundieron en un abrazo y el nieto fue testigo de aquella
reconciliación. En la mirada del niño el pescador reconoció la inocencia que
sus años ya habían perdido y que, por bondad del destino podría volver a compartir.
Las horas fueron pocas para recorrer paisajes y nostalgias. El padre quiso ser
oído y el hijo, atrapar los mejores recuerdos. Ambos se esmeraban en mostrarle
al niño los secretos de aquel mundo de silencio, agua y vida desbordante. El
pequeño, a su vez, atesoraba con nitidez cada cosa descubierta. Junto al fuego,
las antiguas historias fueron invocadas a modo de conjuro. Con la devoción de
quien cuenta una verdad suprema, el pescador relató el secreto de la presencia
real de la Maga del Agua en cada rincón del humedal y las islas. Habló de su
mágico poder y de su hábito de asumir forma humana durante las noches de luna
llena, tal como esa que los iluminaba.
Con cierta queja de parte del pequeño, decidieron
que era ya hora de dormir, el joven padre acomodó a su hijo en un catre y
volvió a salir del rancho. Al entrar nuevamente, el niño ya no estaba.
Desesperados, los dos hombres recorrieron los alrededores buscándolo. Para
cualquiera que no conociera sus secretos los lodazales de la orilla podían ser
una trampa mortal. Pasaron las horas y el llanto de impotencia del joven
contagió al de su padre quien sólo pudo atinar a abrazarlo con toda la angustia
que lo embargaba. Intentando un vago consuelo el viejo pescador recordó lo que contaba
su abuelo sobre la legendaria Maga, quien se encargaba de cuidar a los pequeños
que, en su inocencia, intentaban verla transformada en mujer vagando cerca del
río. La mirada de incredulidad y reproche del joven se detuvo en los ojos llorosos
del padre quien sólo buscaba darle esperanzas.
Mientras el amanecer se dibujaba sobre las
aguas quietas, bandadas de aves se levantaron en vuelo aunque el sol apenas se
adivinaba en el horizonte.
Entre los juncos algo se movía: con claridad
de luna hecha espuma, una silueta inmaterial fue asomándose lentamente desde el
agua, como llevando en brazos algo frágil que puede romperse. Se detuvo en la
orilla, a bastante distancia de los azorados hombres. Irupés que se deslizaban
río abajo desviaron al unísono su recorrido y se agruparon a modo de lecho
mullido. Sobre ellos, la extraña figura depositó con mucha suavidad el bulto
que llevaba entre sus brazos. De repente, lo que parecía ser sustancia firme se
diluyó en el río.
Padre e hijo corrieron hacia la orilla
esperando que fuera realidad lo que creían estar soñando. Levemente húmedo,
cubierto con las hojas de los camalotes que le brindaban cobijo, el niño
comenzaba a desperezarse de su propio sueño, ése que la Maga del Agua le había
susurrado bajo las estrellas.