EXTRAÑO JUEGO DE REFLEJOS - Primera Parte

CON LAS ALAS CORTADAS Alguna vez había sido feliz. A veces, hasta lo recordaba. Hacía ya muchos años, cuando todavía su madre estaba viva, solía disfrutar de sus cándidos juegos infantiles como toda niña nacida en un hogar acomodado, de clase alta, como lo era su familia. Si bien era hija única, en aquella época, quizás por su propia inocencia, eran suficientes sus muñecas, sus libros de cuentos, sus lápices de colores o cualquier otro de sus juguetes para que ella se dejara volar toda una tarde en su mundo de fantasía. Sus juegos al aire libre, en los amplios jardines de la mansión, lograban llevarla a maravillosos sitios encantados, donde la felicidad y la magia reinaban por doquier. La campiña donde se hallaba su hogar era un magnífico lugar, siempre verde, donde el aire parecía alivianarse invitando a soñar y dejarse elevar hacia las nubes. Solía divertirse también imaginando realidades paralelas, lejanos mundos a los que se pudiera acceder desde ciertas puertas secretas a las que jugaba a descubrir. Una de las que ya había hallado era el majestuoso espejo que coronaba el descanso de la escalera principal, la que bajaba hasta el hall de entrada. Desde allí, su imaginación atravesaba el portal del suntuoso marco dorado arribando a una extraña casa, curiosamente inversa a la de su realidad cotidiana, y que la atraía poderosamente. Desde allí, intuía, se podía comunicar a esa otra dimensión, sutil y misteriosa que encerraban la magia de los reflejos. En esos tiempos aquella mansión lucía luminosa y alegre, como los ojos calmos de su madre, que velaba por ella y su inocencia de niña mimada. Su padre, en cambio, siempre se mantuvo distante, ocupado en sus negocios y por lo general apesadumbrado. Pero por aquellos días aún no acostumbraba gritar…hasta sonreía de vez en cuando…y toda esa armonía se debía sin dudas a la magia que irradiaba aquella cálida mujer a la que todos amaban tanto. Después de su muerte todo cambió. La casa se oscureció. Su padre no volvió a reír, por el contrario, su carácter se terminó de agriar convirtiéndose en un tirano que no respetaba ni a niños ni a mayores. La pobre huérfana, de a poco, fue olvidando lo que era la felicidad. Perdió el gusto por los juegos y su mente dejó de volar para enterrarse en el oscuro hueco en que se convirtió su cuarto. Allí, aislada y apartada del mundo solía perderse en sus pensamientos, compadeciéndose de su destino, truncado en forma temprana por la inclemencia de la muerte. Cada vez más introspectiva fue su existencia. Soportando el paso de varias niñeras que lejos de entenderla contribuían con su severidad a alimentar su angustia intensa, su oscuridad interior en la que se sumía. Su última institutriz resultó ser mucho más que estricta. Solía obligarla a permanecer largas horas de pie, memorizando sus lecciones, repitiendo una y otra vez lo ya aprendido hasta que ni una coma faltase de lo leído. Por la crueldad de la imposición, hasta el placer de la lectura llegó a resultarle una tortura, ni siquiera ese recurso le quedó como desahogo. Sus horarios de descanso estaban muy restringidos limitados a una única caminata diaria bajo la despótica tutela de la perversa mujer. Fue así creciendo hasta transformarse en una adolescente callada, huidiza, dubitativa, dependiente de la tiranía de su padre y su institutriz para cada aspecto de su vida. Ya nada quedaba de aquella dulce libertad de su primera infancia. Todo era miedo, sumisión, tristeza, dolor. Ni siquiera le quedaba el derecho de quejarse para sus adentros, a tal punto había llegado la potestad de su institutriz que hasta parecía dominar sus instintos y sus pensamientos. Se había convertido en una pobre muchachita sin voluntad, medida y complaciente, moldeada a la usanza de quienes ven en la templanza y la circunspección la mejor de las virtudes. Se le habían cortado las alas y su hogar era una jaula, oscura y gris en la que ni siquiera conocía la voluntad de escapar. (continuará)