NAVIDAD BLOGUERA

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CERCARE E TROVARE, un blog de entretenimiento

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Con paciencia, los invito a buscar los elementos pedidos en cada entrada

FIGURA Y FONDO

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FLIN EN LA LIBRETITA

...un personaje nacido de mi mano...

Cartas que no fueron enviadas

..quedan invitados a conocer el blog de Eduardo, mi papá (que sigue vivo desde sus letras)

LADY DARK

un relato ilustrado

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martes, 9 de junio de 2009

MAR DE VIDAS






Antes de ti

la vida de otros

te fue abriendo cauce

para que tu propio río

se fuera haciendo mar.

Un mar

hacia el que fluyen otros

manando sus propios ríos

aportando su propio caudal.




domingo, 7 de junio de 2009

SABIDURÍA (reedición)






Es preciso transcurrir

toda una vida

para arribar

a aquello

que el alma sabe,

el corazón intuye,

y la razón va descubriendo.



sábado, 6 de junio de 2009

RÍOS DE PALABRAS




Corriente de inspiración

que fluye

gota a gota

a veces

y otras

como torrente.

En tu caudal

las palabras alivian

lo que el corazón

siente,

la mente entiende,

y el alma

…se anima a soñar.



viernes, 5 de junio de 2009

SÁBADOS DE MERCEDES - CINCO RAZONES PARA CALLAR






Estuve

en vano buscando

cinco válidas razones

que fueran virtudes

y se mostraran

en el no hablar.


Pensé en

callar por clemencia

y el derecho absoluto

de cada quien a ser dueño

de su vida y su suerte

lo hizo desestimar.


Pensé en

callar por obediencia

y la libertad de conciencia

abrió inmediata, otra brecha

irrefutable, por cierto

a quien quiera argumentar.


Pensé en

callar en autodefensa

y la indigna cobardía

se asimiló prontamente

a lo que muy fatuamente

intentaba conjugar.


Pensé, luego,

callar por conveniencia

y la deshonestidad, la perfidia

y la mezquina avaricia

resultaron un mal trío

imposible de justificar.


Consideré al fin

callar por lealtad

y aunque por cierto fuera

la causa, el amor más puro,

él, me resultó insuficiente

para intimarme a callar.


Será

que la verdad

pide a gritos

que se rompan

los silencios

cuando hace falta hablar.


………….


Pero no mengüé

y seguí buscando

razones sanas

para que el silencio

se entronara

en destacado pedestal.


Quizás él valga

como refugio

cuando quiere

un alma sigilosa

reencontrarse a solas

con su propia identidad.


Quizás, también

cobre valor el silencio

cuando la conciencia

afirma,

que es tiempo que a ella

nos debemos entregar.


Quizás haya

más circunstancias

por lo que resulta sano

limitarse en el hablar:

es bueno si un homenaje

se hace sin disertar


pero sobre todo

quizás

sea arte el silencio

cuando

con una mirada

se dice todo, sin declamar.



Otros que viajan en el bus



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Mon


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ESA SANA INQUIETUD





“Sólo sé que no sé nada”, dijo el filósofo

y comencé a entender que no sólo era yo

quien buscaba por los cuatro costados

las razones de los por qués.


De cada certeza surge una duda

una pregunta que orienta otra vez el cómo

y así de nuevo, con la interrogante,

la inquietud crece, anhelando responder.




miércoles, 3 de junio de 2009

EL DEPENDIENTE - Parte final



ESE MALVADO GATO NEGRO



Al viejo lo velaron en su propio dormitorio. No fue mucha gente. Había sólo dos coronas y una la había pagado el mismo Fernández, con plata de la ferretería.

Las horas pasaron con más lentitud que lo usual, o quizás eso fue lo que le pareció al flamante propietario, quien estuvo conteniéndose para no mostrar en público su tan postergada cara de satisfacción.

Por fin llegó el entierro y con él el adiós definitivo a don Vidal, que pasó a mejor vida en el momento más conveniente para quien fuera su empleado.

Después del funeral, enseguida vino la boda. Sin fiesta, obviamente. No hubiese correspondido. No era cuestión de irrespetar al muerto, más aún si el festejo se hubiese hecho en la que fuera su propia casa. Además Fernández no tenía ahorrado más que para unos zapatos nuevos, los que usó en ambas oportunidades.

La novia estaba linda, discreta y medida, como era de esperar. La madrina, de negro, formal y sin lujos, sonreía a todos los vecinos, saludando con simpatía y recibiendo las felicitaciones por el matrimonio de su hija.

Al hermano retrasado, lo dejaron por supuesto, en el galponcito del fondo de la ferretería, donde Fernández se solía quedar, a veces, a dormir en las noches de tormenta cuando don Vidal todavía estaba vivo y él era aún un simple dependiente.

No fueron ni dos los días que transcurrieron antes del ataque. Extraño, fue, y de improviso. Nadie supo qué lo originó. Si algún golpe de calor, un coágulo que se le fue a la cabeza, un ataque de presión o algún “gualicho” que le hiciera algún envidioso.

Lo cierto es que la viuda Placenti se vio forzada a mudarse a la ferretería, para acompañar a su hija, que de repente se vio sola a cargo de la casa y el negocio.

- Pobre chica!... – decía la gente – recién casada y con tanta mala suerte!...

Nadie alcanzaba a comprenderlo, pero lo que todos sí pudieron comprobar fue que, de un día para el otro, Fernández amaneció totalmente ido, babeante y con una sonrisa tonta e inexpresiva, la mirada hundida en el horizonte mientras balanceaba sus brazos rítmicamente, como hacen algunos retrasados.

Sin noción, casi, de lo que lo rodeaba, aquel hombre que por tantos años fue solícito dependiente de ferretería, debió ser confinado al depósito del fondo. Allí, algo apretujado, comparte su rincón con otro idiota, el hermano de la que nunca llegó a ser su mujer.

Fue por un capricho del destino, quizás… o por algo más maquiavélico… con forma de gato negro que aún después de haberlo dejado idiota por el mero placer de hacerlo, le maúlla y lo mira con marcada desaprobación, le muestra desafiante sus dientes amarillos y disfruta al arañarlo por las noches, mientras su suegra le trae complaciente una ollita con guiso recién preparado, cubierto con una servilleta, para que no se enfríe.


(fin)



EL DEPENDIENTE - Segunda parte



EL IDIOTA



Toda una semana había transcurrido desde que comenzó a frecuentar la casa de su (por qué no decirlo!...) “novia” y esa sensación hasta lo hacía caminar más erguido.

En verdad, las dos mujeres Placenti no se llevaban bien, eso era muy notorio. La hija siempre estaba cabizbaja y solamente se sobresaltaba cuando su madre hacia algún comentario que la perturbara en forma especial. Pero había algo que Fernández ya había notado: siempre se ponía particularmente nerviosa cuando, cada noche, luego de recibir y saludar a Fernández, la mujer pasaba, con una ollita cubierta con una servilleta, hacia la piecita del fondo.

Si bien esta rutina le resultaba intrigante, Fernández no se animaba a preguntar nada sobre el asunto, no sólo porque no se sentía aún con la confianza suficiente como para hacerlo, sino también, porque estaba seguro que eso inquietaría mucho a la señorita, y eso no era algo que quisiera provocar.

Aunque se consideraba un tipo con imaginación, su cabeza no lograba vislumbrar cuál sería el motivo del rito de la ollita, ni menos aún, cuál sería su contenido. A veces, buscando hallar la respuesta a aquella intriga, algunas ideas descabelladas atravesaron su mente, relacionando macabramente la olla, el molesto gato negro que la vieja consentía y la fama de bruja loca que alguna vez alguien del pueblo le endilgó con ironía.

Pero Fernández no solía dejarse llevar por los chismes, y considerar aquellos comentarios malintencionados era impropio para su título de “festejante oficial” recién estrenado.

Otra cosa que lo incomodaba soberanamente era el gato. No lograba caerle bien, aunque se hubiera conformado con que lo ignorara; pero no, lejos de eso, el animal lo miraba con marcada desaprobación, le mostraba desafiante sus dientes amarillos y más de una vez, hasta lo había arañado.

A pesar de eso, Fernández se hallaba casi feliz. Y bien cabe el “casi” porque el hombre nunca fue una de esas personas que gustan de los excesos, más bien, todo lo contrario. Solía refugiarse tras una sonrisa medida, frígida, impersonal y postiza. Ese recurso le era muy útil, tanto como para soportar los reclamos de los clientes de la ferretería como para acompañar y asentir con la cabeza mientras la viuda Placenti lo abordaba con insulsas comentarios.

Esa noche, precisamente, fue la viuda quien le abriera la puerta y lo invitara a pasar. Su hija estaba demorada y mientras tanto ella le dio charla, convidándolo con el acostumbrado e insípido té mientras le preguntaba cómo iban las cosas.

- Todo muy bien – contestaba él, con aires de importancia, mientras se esforzaba por no volcar el contenido de la taza que se equilibraba sobre el platito de loza con florcitas.

La señorita Placenti llegó a los pocos minutos, con los ojos enrojecidos por lo que debió haber sido un llanto prolongado. Su tristeza lo conmovió y lo hizo sentir como héroe que llega para rescatar a su princesa.

Se imaginó como su salvador, un hombre fuerte capaz de sacarla de aquella infelicidad y mal trato, que, saltaba a la vista, la joven sufría constantemente.

Un grito de la viuda lo sacó de aquella ensoñación y otro alarido terminó de desorientarlo: las dos mujeres comenzaron a pelearse delante del hombre, que, desconcertado por la escena, quedó penosamente instalado entre madre e hija.

El motivo del escándalo surgió de entre las sombras, escoltado por el perverso gato. Con su cara deforme y babeante, un extraño ser se bamboleaba con los brazos colgantes, y una mueca a modo de sonrisa idiota sirvió como tarjeta de presentación ante el visitante, que, a estas alturas, no pudo ocultar su sorpresa.

- Este es mi hijo Pascual, pobrecito… – dijo sonriente la vieja, mientras la señorita Placenti sollozaba abochornada, ocultando su rostro entre las manos. -Mi hija se avergonzó siempre de él y no quería que usted supiera que existía - agregó - Ella es de mala entraña!, como su difunto padre! – se apresuró a añadir con crueldad, a modo de sentencia.

Fernández no supo que decir. Su incomodidad, a esas alturas era ya insostenible, pero tratando de que no se notara su rechazo hacia aquella espantosa criatura, buscó calmar a su festejada diciéndole que no tenía por qué preocuparse, nada de lo que sucedía era su responsabilidad y era muy comprensible aquella primera reacción de tratar de ocultar ese hermano retrasado.

Las palabras de Fernández debieron caer bien en la viuda porque súbitamente pasó del enojo a la sonrisa, como era ya habitual, y como buena anfitriona, volvió a llenar con té la taza que todavía Fernández sostenía entre sus dedos.

Los ánimos y el vientito de la noche se calmaron a la vez; un suave perfume a jazmín del país llegó de improviso y todo aparentó volver a normalidad. La señorita Placenti, secándose aún las lágrimas, aprovechó el momento a solas que todas las noches les otorgaba su madre, y rompiendo la forzada costumbre de contener sus emociones, le hizo saber a su festejante la imperiosa necesidad que tenía por alejarse de aquella casa, de aquella familia de locos que ya no soportaba.

Quizás haya sido aquel pedido tan sentido el que terminó por decidirlo. Ni él ni la señorita podían esperar más y sólo podrían casarse si él tuviera una casa donde llevarla, y ni el depósito donde dormía era casa, ni la ferretería le pertenecería hasta que el viejo no se muriera… y si no lo hacía pronto en forma natural él mismo lo ayudaría!

Mientras regresaba al depósito donde había habitado la mayor parte de su vida, Fernández no dejaba de pensar en las lágrimas de la señorita Placenti, la cara informe de su hermano retrasado, la cruel actitud de la madre de ambos, la tozudez del viejo Vidal por no morirse y su lógica impaciencia por ser de una vez por todas el feliz propietario de la ferretería.

Esa noche no pudo dormir. No sólo por lo incómodo de su catre, al que nunca pudo terminar de acostumbrarse, sino, por sobre todo, porque no hallaba una manera segura para apresurar la muerte de su patrón. Y lo pensaba así “apresurar” porque la palabra “matar” le resultaba intolerable…demasiado cruenta y poco ajustada…no era un criminal…claro que no!...él siempre había sido un hombre honrado y de trabajo!...

Jamás había sacado un peso de la caja de la ferretería!...y eso, que el viejo Vidal era más que tacaño!...hacía más de cinco años que no le aumentaba el sueldo y a pesar de eso jamás se le cruzó por la cabeza tocar un peso que no le correspondiera!...nunca se quedó con un vuelto o dejó de devolver algún billete que en alguna distracción se cayera de la billetera de su patrón!...faltaba más!!...por algo don Vidal le tenía tanta confianza!...por eso, precisamente, todos sabían que él sería el que recibiría todo cuanto tenía el viejo, cuando muriera…pero no se moría nunca!...cuánto más tendría que esperar si no intervenía?...

Tenía cuarenta años!...ya no era un chico! y era hora de independizarse, de ser alguien, de ser propietario…y gracias a la señorita Placenti ahora también podía aspirar a ser un propietario casado!...y eso sería mucho mejor aún!...pero cuándo?...cómo hacer para acelerar las cosas?

Por su cabeza cruzaron muchas posibles soluciones: golpe, veneno, asfixia… pero ninguna le satisfizo…todas dejaban huellas o no eran cien por ciento seguras…y él era un hombre muy cuidadoso: nunca había tenido ningún accidente de consideración, precisamente, por ese motivo.

Los gallos cantaron, como siempre, el sol salió, como de costumbre…Fernández se lavó la cara, tendió su catre y se vistió, como lo hacía siempre. Salió del depósito hacia la ferretería, como todas las mañanas. Atravesó en silencio la plaza desolada. Golpeó el vidrio de la única ventana del negocio para despertar a don Vidal, como lo hacía desde que podía recordar.

Pasaron varios minutos, cinco, diez, quince, veinte y el viejo seguía sin contestar…una extraña sensación de alegría lo iba invadiendo paulatinamente mientras luchaba por controlar la sonrisa de felicidad que se quería instalar en su cara mientras violentaba la puerta del negocio…

Ni siquiera se dio cuenta que se había lastimado la mano con el esfuerzo. Estaba demasiado preocupado porque el viejo se despertara de pronto, diluyendo de improviso lo que deseaba con toda su alma que fuera cierto.

Tímidamente primero, con mucha violencia después, zarandeó la cama donde aquel viejo avaro se hallaba, por fin y sin ninguna duda, muerto por causas naturales…

(continuará)



lunes, 1 de junio de 2009

EL DEPENDIENTE - Primera Parte


>
Hoy voy a reeditar un cuento publicado en mi viejo espacio, basado en una película que en su momento dirigiera Leonardo Favio (cantante y director argentino cuya obra en verdad, no me gusta! jejejeje). Mi cuento, si bien surge de la misma historia y personajes, es una versión libre con un final totalmente diferente a la original...así que cualquier parecido es pura coincidencia! jejejee.


ESA ENORME CHATURA



Tras la puerta, todo era pampa. Vacío, chato, igual. Por lo menos así lo veía él, desde que tenía memoria. Desde siempre.

Sus días transcurrían como esa pampa. Tan monótonos como su chatura. Desde los quince años, apenas después de quedar huérfano, vivía solo en aquel depósito, frente a la tranquera, en el límite norte del pueblo. Del otro lado del alambre, sólo se extendía campo. Infinito, hasta donde alcanzaba a ver, …hasta donde lograba imaginar.

Lo único que Fernández conocía del mundo era aquel pueblito blanco y gris, perdido en la llanura, con su pequeña iglesia, su plaza arbolada, su pobreza, sus límites y su gente.

Todas las mañanas, apenas despuntaba el alba, se apresuraba a llegar a su trabajo, en la ferretería donde ayudaba a su patrón, don Vidal, viejo cascarrabias que lo gritoneaba y mandoneaba a cambio de unos pocos pesos. Golpeando el vidrio de la única ventana del negocio, le avisaba a su patrón que había llegado. A los pocos minutos, el viejo quitaba el barral de la puerta y lo hacía pasar.

Él mismo preparaba los mates del desayuno que a veces acompañaban con bizcochitos de grasa. Los dos en silencio, apenas cruzaban palabra en toda la mañana, esperando que algún cliente amenizara su día con alguna anécdota o chisme interesante. Desde el mostrador, el patrón manejaba la caja, contando cada peso que entraba con particular atención y avaricia contagiosa. Mientras tanto Fernández ordenaba cajas y barriles, herramientas y palanganas.

A mediodía, otra de las diarias tareas que Fernández tenía, era preparar el frugal almuerzo para él y su patrón. Generalmente guisos lavados e insulsos que el viejo siempre criticaba. Por la tarde, si la clientela menguaba más de lo acostumbrado, se asomaba por la ventana del local y miraba vagar las nubes, dejándose llevar por ellas aunque sin rumbo fijo.

Ese mes Fernández cumpliría cuarenta, y las canas de su sien ya querían extenderse hacia su nuca. Nunca fue muy despierto, apenas había terminado la primaria, sus sueños eran bien pocos, sus aspiraciones menos. Lo único que le alentaba a seguir viviendo cada mañana, al despertarse, era imaginar que un día, el viejo Vidal muriese y, como le había prometido y todos en el pueblo ya sabían, lo dejaría como único heredero de la pequeña ferretería.

El negocio no era muy próspero, nunca lo había sido, pero imaginarse propietario, aunque sea de aquel montón descascarado de chapas y ladrillos lo hacía sentirse importante. O por lo menos, menos insignificante de lo que hasta ahora siempre se había sentido.

Su patrón estaba bastante enfermo; desde que lo conocía, hacía ya veinticinco años, su salud se debilitaba cada invierno un poco más y por esa razón, suponerse prontamente heredero no era demasiado descabellado.

Las ganas de independizarse crecían de la mano de la señorita Placenti, joven mujer que vivía con su madre, medio loca ésta, en una de las casas más pobres del pueblo, junto a la vía.

No es que se conocieran mucho. Casi nunca se habían hablado. Sólo alguna vez en que la señorita pasara por la ferretería a comprar querosén o clavos para reparar alguna cosa. Fuera de eso, la relación entre ambos era inexistente, pero esa presencia en sus pensamientos era suficiente como para tenerlo ensimismado en sus ensoñaciones por horas y horas.

Un domingo de otoño, luego de misa, de improviso, Fernández se animó y le solicitó a la viuda Placenti permiso para visitar a su hija.

La reacción de ambas mujeres resultó inimaginada: lejos de rechazarlo, la viuda miró a su hija que no levantaba los ojos del piso, luego lo miró a Fernández, y con melosa sonrisa de quien porta locura de vieja data, sin más trámite, le dijo que lo esperaban por la casa esa misma noche después de la cena.

Fernández no podía contenerse de tan nervioso que quedó luego de aquella impensada respuesta. El “sí” le cayó de sorpresa y se vio en la urgente obligación de asearse algo más de lo acostumbrado. No tenía más ropa que la camisa de salir que llevaba puesta, que ya se había manchado, así que decidió ponerse el guardapolvo gris que usaba para la ferretería y que esa mañana justamente, había lavado.

Se afeitó con sumo cuidado, se alisó las crenchas engominándoselas como mejor pudo. En una revista que recordaba haber ojeado, decía que las damas prefieren a los hombres que cuidan de su aspecto, así que lustró con un trapo viejo su único par de zapatos logrando casi, que reflejaran el sol que se iba ocultando entre las nubes.

Luego se lavó cuidadosamente las manos con jabón perfumado, tratando que bajo sus uñas no quedara rastro ni de carbón ni de grasa, algo muy común en su trabajo. Comió y bebió lo que pudo, que fue, como siempre, más bien, poco.

A eso de las nueve y mientras se encendían las luces de las casas del pequeño pueblo, Fernández cerró la puerta del depósito.

Mirando con aire de triunfo el horizonte de oscuridad que se extendía tras la tranquera, con paso decidido se dirigió hacia la casa de las Placenti, llevando en su mano un ramo de flores amarillas que cortó en el campo esa misma tarde.

La casa de las mujeres era más bien un rancho. Un tapial descuidado y sucio separaba la calle del patio de tierra y a falta de timbre, una campana media rota avisaba cuando alguien reclamaba ser atendido. Apenas ésta sonó, la puerta de chapa se abrió y salió a recibirlo la señorita Placenti. Estaba linda y bien peinada, y el agua de colonia la envolvía entera, acompañando su timidez.

Fernández nunca fue buen conversador, mucho menos con las mujeres. Así que se encontró frente a frente con la dama sin tener nada preparado como para romper el hielo de ese incómodo primer momento. Tal vez hayan sido sólo segundos, pero a Fernández le resultaron siglos los que pasaron sin que ni una sola palabra brotara de su boca.

Haciendo un esfuerzo supremo, mientras extendía torpemente su mano con las flores, logró articular un –Son para usted – y por fin el silencio dio paso a algún sonido humano que invitara a ser correspondido.

- Muchas gracias, son muy lindas – respondió con un hilo de voz la joven.

Sin darse cuenta, de repente Fernández estaba en la galería de la humilde casa, sentado en un sillón de mimbre, frente a una humeante taza de té, mesita por medio con la señorita Placenti.

La madre de la muchacha, por demás de atenta y zalamera se esmeraba en atenderlo, sonsacándole datos de su trabajo, su vida y sus ocupaciones. Fernández, esforzándose por mostrarse formal y responsable se presentó como un dependiente emprendedor y con futuro, y con las más respetables y sanas intenciones para con la joven.

La señorita, en tanto, escuchaba con evidente incomodidad las preguntas imprudentes de su madre, quien no se cuidaba de gritarle y reprenderla por cualquier falta nimia.

Más de uno de los comentarios de la vieja remarcaban las inseguridades de su hija, a quien acusaba abiertamente de ser la causante de que ella ya ni saliera a la calle, forzándola a mantenerse al margen de las novedades del pueblo.

Fernández pretendía mostrarse atento a la conversación de la mujer, mientras de reojo, intentaba, con disimulo, observar a la joven que permanecía callada y con la cabeza gacha.

El gato de la casa, negro y de inquietantes ojos zarcos, no parecía recibirlo con la misma simpatía que las mujeres Placenti: lo miraba con recelo, maullando y dando chillidos, mostrándole los dientes en prueba de desagrado. Sin saber por qué, aquel animal logró ponerlo más nervioso, provocando que su frente traspirara aunque la noche estaba fresca y agradable.

Después de un rato, la viuda se retiró a la cocina, con la poca velada intención de dejar a solas a su hija y su festejante. Fernández suspiró aliviado. La señorita Placenti, también, y mientras ambos sorbían el té con forzada delicadeza y mesura, Fernández se animó a preguntar si era realmente su voluntad permitirle que la visitara con regularidad. La joven contestó que sí, y lo hizo con sinceridad evidente, por lo que esa noche el hombre, tan poco habituado a esas situaciones, volvió a su casa con una sonrisa en los labios.

Al día siguiente, como todas las mañanas, Fernández salió temprano, espero a que el viejo le abriera la puerta de la ferretería, y desde que comenzó a preparar los mates se dejó llevar por sus sueños de ser, pronto y a la vez, novel propietario y marido.

Metido en esos pensamientos estaba cuando los acostumbrados gritos de su patrón lo hicieron volver bruscamente a la realidad de rutina, sumisión y desasosiego.

Era cada vez mayor su necesidad de liberarse y comenzar una nueva vida. Esa que vendría cuando él heredara el negocio, como todos sabían que merecía, después de tantos años de trabajo y esfuerzo mal pagos. Pero el viejo Vidal se empeñaba en seguir vivo, a pesar que su salud estaba cada vez más delicada.

– Cuidese, don Vidal, no se desabrigue – le decía Fernández a su patrón, con forzada y fingida preocupación. Y para sus adentros se alentaba pensando que tal vez, si tenía suerte, esa noche fuera la que el viejo no lograría superar.


(continuará)



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