Esta semana es Myriam quien nos conduce desde su blog y nos propone contar anécdotas que den argumento a nuestros relatos. La que elegí no es personal, sino que le sucedió a una amiga de un conocido, pero doy fe que corresponde a una circunstancia real. Intenté acortar el texto tanto como pude, pero nuevamente he superado las 350 palabras (ya es costumbre!).
UN TÉ
ENTRE TIGRES Y LABERINTOS
Ella era estudiante de filosofía y letras.
Desde siempre se supo una exigente lectora, no todo lo que caía en sus manos
era de su agrado, siempre fue muy selectiva, y como tal tenía en su personal
escalafón de escritores a dos o tres que concebía como genios, como los que
realmente tendrían que estar siempre en el podio de la excelencia.
Entre ese grupo estaba el que eligió para
realizar su tesis final, sobre él quería escribir. Sabía que su proyecto era
pretencioso, sabía que por eso mismo corría el riesgo de que resultara el peor
de los fracasos. Pero siempre fue caprichosa en las decisiones que tomaba y una
vez que se decidía por algo no había quien lograra hacerla cambiar de opinión.
Preparó y repasó el proyecto una y mil
veces. Buscó todos los datos de las biografías que de él se habían escrito.
Aprendió cada detalle de su vida y obra hasta sentir la sensación que ella
misma la había vivido. Releyó cada libro, cada poema, cada cuento, con la
minuciosidad de quien está a punto de enfrentar un momento decisivo y no quiere
dejar detalle en manos de la improvisación.
Recurriendo a las mejores fuentes consiguió
el número de teléfono del maestro.
No lo podía creer, estaba frente a la
posibilidad cierta de concertar una entrevista con aquél que desde niña le
abriera las puertas de la poesía y el amor por la literatura.
Sabía que eran muy pocas las probabilidades
de que pudiera concertar una entrevista, el hombre era ya mayor, sumamente
famoso y muy solicitado por todo tipo de medios. Se le ocurrió pensar que tal vez no debía
pretender demasiado de la improbable entrevista, y muchas veces se veía tentada
de abandonar lo que sin lugar a dudas sería un privilegio al que muy pocas personas
pudieron acceder.
Pero como además de joven era terca, no
quiso darse por vencida sin intentar. Apelaría a la humildad que había
escuchado tanto alabar en él, porque a pesar de encontrarse en el momento de
mayor fama y prestigio, se decía que el hombre era muy sencillo y de buen
trato.
Al fin se decidió y cuando ya tenía
resuelto el tema del viaje y del hospedaje, juntó coraje y marcó el número. El
teléfono sonó varias veces sin que nadie lo atendiera, cuando ya estaba por colgar,
una voz de mujer preguntó quién hablaba. La joven tartamudeó un poco al
principio, pero enseguida logró encaminar correctamente la conversación,
presentándose para solicitar la entrevista. Apenas unos minutos más de espera y
la respuesta la dejó casi sin palabras: el viejo escritor aceptó de buen grado
recibirla, acordándose una tarde de la siguiente semana para concretar la
reunión, que sería obviamente en su casa, ya que el hombre, muy mayor y ciego,
no quería trasladarse.
La rápida resolución de los acontecimientos
la tomó por sorpresa, quedando perpleja por lo fácil que le había resultado
aquello que desde el vamos intuyó como una improbable locura.
El resto de la semana estuvo cavilando por
el cariz que preferiría que tomara la reunión: no quería parecer irreverente,
pero tampoco convencional. Ni uno ni lo otro sería bueno para evitar que el
encuentro se convirtiera en algo muy breve que no rindiera buenos frutos. Toda
esta tensión y la ansiedad que le producía el hecho próximo de encontrarse
frente a su admirado escritor hacía que, por momentos, el objetivo último del
encuentro, que era realizar la tesis decisiva de su carrera, pasara a segundo
plano, siendo suficiente como logro, el privilegio que iba a tener: estar
frente a frente con uno de los más grandes de la literatura contemporánea.
Al fin la fecha señalada llegó, y la joven emprendió
su tan esperado viaje a la Capital.
Anunciándose por el portero eléctrico, la
misma voz de mujer que la había atendido en el teléfono, la invitó a subir.
Sin exageraciones ni carencias, la suntuosa
lámpara de cristal que señoreaba en el techo de yeso decorado con molduras
despertaba respeto a quien cruzaba por primera vez aquella recepción.
Un espejo de bordes biselados duplicaba su
figura que parecía haberse vuelto más pequeña. El ascensor subía lentamente,
mientras su corazón, por el contrario,
se aceleraba con rapidez.
Apenas unos segundos frente a la puerta del departamento, y una señora
mayor, de aspecto sencillo, la invitó a pasar hasta la sala, donde, envuelto en
la tenue luz de la tarde, el viejo escritor se encontraba sentado en un sillón
de pana roja, con sus manos cruzadas reposando sobre su bastón que formaba
parte inseparable de su persona desde que se había quedado ciego. Con la mirada
lejana, atento a los menores sonidos, aquél hombre sabio y discreto, la
esperaba para satisfacer su más atrevida ocurrencia.
Con un hilo de voz, apenas pudo pronunciar
su nombre cuando la criada la presentó y el hombre, mirándola sin verla, le
extendió la mano para saludarla.
Sin duda su nerviosismo la delató, el
temblor que la recorría de pies a cabeza no pudo pasar desapercibido, a pesar
de la ceguera. Con una inesperada calma, el hombre fue quien comenzó a
preguntar, allanando el camino que hasta ese momento se presentaba cuesta
arriba.
Poco a poco y sin que ella se diera cuenta,
estaban hablando de literatura, recuerdos, anécdotas, viajes, familia,
regalándole así la vida, aquella oportunidad reservada para unos pocos.
Una a una se sucedieron las anécdotas y el
tiempo parecía revivirse para los apagados ojos del anciano y para su embelesada
interlocutora.
Por momentos se dedicaron a recorrer, él
con la memoria y ella con los ojos, los maravillosos tesoros de su biblioteca. Hablaron
de tigres, de laberintos, de la magia de los espejos. No faltó a la cita el
tema de la muerte ni tampoco el de la búsqueda de la trascendencia. Cada una de
aquellas palabras tan ciertas volaban blandamente desde los labios del anciano
hasta el corazón de la joven.
De improviso, el ama de llaves entró a la
sala y le preguntó si le resultaba inconveniente que ella se ausentara por una
media hora, para realizar unos trámites. La joven, bastante confusa, le dijo
que no había ningún problema, que no tenía límite de horarios, por lo que podía
salir tranquila. La mujer le agradeció y se fue enseguida.
Mientras la charla se hacía cada vez más
amena, un viejo reloj de pared sonó anunciando que ya eran las cinco de la
tarde, - hora del té – interrumpió gentilmente el hombre, y con una de sus más
abiertas sonrisas la invitó a dirigirse hacia la cocina, donde le pidió, si era
tan amable, de preparar ella misma el té que iban a compartir.
Aquel pedido singular la hizo otra vez
entrar en la noción de lo extraordinario de la situación que estaba viviendo:
no sólo había podido concretar una larga y fructífera entrevista con el autor
de los mejores poemas y cuentos que había leído en toda su vida, sino que ,
además, ahora se le había agregado el privilegio, no sólo de ser invitada, sino
de preparar con sus propias manos, el té que una tarde muy especial de
primavera, el señor Jorge Luis Borges iba a compartir con ella conversando
ambos en la cocina de su casa.