Parte
2: PEQUEÑA HISTORIA DE UNOS OJOS AZULES
Había
una vez una mujer de bellísimos ojos azules a la que desde su más tierna
infancia la vida había castigado intensamente: huérfana de ambos padres desde
sus cinco años, fue a vivir con unos tíos que no la trataron bien, más bien la
hicieron sentir como una extraña, una agregada a la familia que en realidad
nadie quería.
Por
ese motivo a los quince decidió marcharse con el primer muchacho que le ofreció
algo de fantasía. Pero muy pronto descubrió que de la fantasía no se come, y
poco a poco se vio hundir cada vez más en un destino de desencantos y
humillaciones.
Sucesivamente
pasó por varios brazos, buscando alguien que en verdad la quisiera, alguien que
no sólo amara su cuerpo, bello desde siempre, ni su juventud, que en poco tiempo
terminó por marchitarse detrás de esa mirada azul que nunca encontró donde
espejarse.
Después
de varios años e historias mal nacidas terminó detrás de la barra de un bar de
barrio, herencia ésta que obtuvo después de estar casada un par de años con un
hombre hosco y mucho mayor que ella, que
la dejó viuda y afortunadamente sin hijos.
Ya
descreída totalmente de la vida, había perdido la ilusión de un mañana distinto y mucho menos de
comenzar una nueva historia con alguno de los muchos parroquianos que se le
insinuaban. Ninguno de ellos la miraba como ella soñaba, viéndola por dentro,
íntegra, a través de esos ojazos azules que tanto le alababan.
Una
tarde como todas, cuando el sol de los últimos días del invierno calentaba los
pasos de los muchos paseantes, uno de ellos, discreto y muy distinto a todos los "don nadie” que estaba acostumbrada a atender, cruzó la puerta y fue a
sentarse en una mesa junto a la ventana.
Era
un hombre muy pulcro, correctamente vestido - se diría alguien que trabaja con
números, por lo detallista en su vestimenta- pensó. De entrada su aspecto la
intrigó, la sedujo de una manera desconocida, se sintió curiosa e inquieta por
averiguar más sobre su vida.
Cuando
el mozo se dirigió hacia él para tomarle el pedido, el hombre se mostró cortés
y educado, muy distinto a esos insolentes y mal encarados que solían frecuentar
aquel bar.
Mientras
el extraño se acomodaba entretenido en sus pensamientos, la mujer intentó
imaginar cómo sería su vida, qué sueños tendría, que intereses, qué música le
gustaría escuchar…
Mientras
el hombre ojeaba el diario, el mozo le acercó un café, el parroquiano agradeció
cortésmente y se dispuso a disfrutarlo tomando el pocillo con tanta elegancia
que llamaba la atención.
Al
ver que se trataba de alguien tan educado, la mujer quiso demostrarle su
cortesía, acercándole el servilletero que el mozo se había olvidado de
llevarle. En el momento que se acercó, vio que los ojos de aquél hombre se
detenían en los suyos, con una mirada tan
tierna como nunca antes había conocido.
Aquellos
ojos grises que se detuvieron en los suyos parecieron quedar extasiados, como
si por toda una vida se hubieran estado buscando. Desde hacía años la mujer no había temblado de emoción ante la
cercanía de un hombre, desde hacía años sus ojos no se habían poblado de
estrellas como en ese instante, ni tampoco una sonrisa suya brotó tan
radiante.
Notó
que el hombre se emocionaba como ella, pudo ver en su mirada que era así, pudo
sentir que sus almas podían haberse tocado en aquel momento, embelesados por el
aroma del café que los envolvía como en un embrujo. No tenía ninguna duda sobre que ella también lo había impactado.
No
quiso resultar muy obvia ni parecerle una mujer fácil, así que sin dejar de
sonreírle volvió hacia el mostrador y pretendió acomodar las tazas y lustrar
las bandejas que ya antes había lustrado. Pero pese a su esfuerzo, no podía
dejar de mirarlo con picardía, como lo hacen los niños cuando son descubiertos
en una travesura.
Por
una fracción de segundo sintió que sus mejillas se sonrojaban como hacia siglos
no sucedía, por una fracción de segundo se sintió joven, se sintió cautivante y
extrañamente, con ganas de serlo.
Su
corazón se apresuraba a latir, pensando que tal vez el desconocido se acercara
y le preguntara algo, cualquier cosa, como excusa para iniciar una conversación
y así poder descubrir un poco más a quien le había despertado aquellas
sensaciones que creía perdidas hacía tiempo.
De
repente, el parroquiano llamó al mozo y pidió la cuenta. Estuvo a punto de
arrimarse para ser ella misma quien dijera unas palabras que lo hicieran
quedarse conversando, pero qué???. .no se le ocurría nada apropiado que no
despertara sospechas sobre sus intenciones, no quería parecer una desesperada
que salta sobre cualquier desconocido.
Debía
esperar, debía ser él quien hablara…y esperó, esperó cuando el hombre se
levantó y con elegancia recogió sus cosas, esperó cuando retiró la silla para
abrirse paso, esperó cuando pasó frente a ella dirigiéndose a la puerta, creyó
que era el momento cuando él la miró y con un gesto y sin palabras le dedicó
ese saludo, tan amable, tan poco frecuente entre aquellos toscos que la
rodeaban habitualmente, y volvió a esperar cuando antes de salir, el hombre
pareció estar dispuesto a girar y venir hacia ella…pero no lo hizo…y en
cambio, se dirigió a la calle… todavía iluminada por el sol del final del
invierno, y mientras se escuchaba cantar una calandria, el hombre se alejó en
silencio, para ya no volver…
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(imagen tomada de la red)