
LA REVELACIÓN En medio de su júbilo no supo si dirigirse al fin hacia la biblioteca o en cambio retornar a la pensión. En ambos sitios tenía material de sobra como para iniciar la búsqueda de puntos conectores con la plantilla ya en su poder. En su cabeza ávida de respuestas definitivas mil y una posibilidades rondaban como alternativas para ser exploradas. Pensó que debería comenzar examinando detenidamente el esténcil, tal vez encontrara alguna inscripción que lo orientara o le ayudara a limitar su búsqueda. Quizás debería continuar con la verificación de la cantidad exacta de azulejos relevados coincidentes con su diseño. Por ahora lo que más le inquietaba era hasta dónde acotar la búsqueda. Pensó también que los datos del lugar exacto donde había adquirido la plantilla sin duda deberían tener algún significado especial, por lo que memorizó inmediatamente la dirección de aquel tugurio donde había hallado la inestimable pieza: Matanza 611 y tomó nota también de un dato que le pareció relevante: el nombre del local era El caballito. Decidió por fin refugiarse en la pensión para hurgar plácidamente en los secretos de su recién adquirido tesoro. Allí podría manipular, comparar y chequear a su antojo tanto la plantilla en sí como los innumerables ejemplares de sus réplicas asentadas en los registros. Al llegar, su nerviosismo fue tal que la llave de su cuarto parecía no querer entrar en la cerradura. Al fin logro abrir la puerta para aislarse completamente del ruido de la calle, los vecinos y el jolgorio de los pibes que a esa hora regresaban de la escuela. Su primer gran descubrimiento fue advertir que bajo la gruesa capa de óxido y desgaste la plantilla dejaba ver una inscripción bastante pequeña de la que sólo se alcanzaba ver a simple vista unas pocas letras: “C x ML”. De más está decir que rápidamente se puso a experimentar con cuanta sustancia abrasiva encontró en las cercanías. Lo más efectivo fue remojar la plancha en cloro y luego frotarlo cuidadosamente con arena tratando que en el proceso no se alteraran las inscripciones. Después de un tiempo que no registró pero que debió haber sido considerable (al culminar la luna ya se veía claramente en el cielo) la leyenda vio la luz bajo la tutela del velador de la mesita de luz de aquel cuarto silencioso y despoblado. Lo que en apariencia sería un código de serie convencional y ordinario (IV IXI XX M c ML) pasaría ahora (si sus capacidades de intérprete de lo oculto así lo posibilitaran) a develar su significado más trascendental y recóndito. Buscó inferir si aquella inscripción correspondería a una clave que buscara esclarecerse según otro dato implicado en alguno de sus contrapartes azulejadas, que, a estas alturas ya habían sido computadas y resultaban ser exactamente mil seiscientos once. M 611 garabateó caprichosamente. Y no supo si aquella arbitrariedad se debía al cansancio acumulado, la ya imperiosa necesidad de alimentarse o algún intrincado sortilegio que así lo hizo transcribir. Lo cierto es que de inmediato le vino a la mente la dirección del compraventa de la calle Matanza, cuya localización correspondía (por supuesto no casualmente) al número 611. Aquella primera prueba tangible de que sus exhaustivas investigaciones estaban bien encaminadas lo renovaron por dentro. Su corazón parecía latir con más insistencia. Sentía en su interior lo que podría asemejarse a la fuerza de un potrillo…y aquella feliz comparación terminó por exaltarlo más aún, al tiempo que recordara los dos principales episodios relacionados con equinos de todo su periplo callejero: el nombre del otrora almacén figurante como domicilio de sus últimos azulejos registrados “El Potro” (donde había varios de los ejemplares coincidentes con su esténcil) y precisamente el nombre del la casa de compraventa de la calle Matanza, designada coincidentemente “El Caballito”. Su felicidad no podía ser mayor. Llegó la mañana. Por lo menos así lo anunciaba la luz del sol que insistía en asomar entre las cortinas deshilachadas de la única ventana de aquel cuarto de alquiler. La debilidad que lo invadía era asociada por él a la profunda satisfacción que el hecho de haber logrado enlazar varios de los secretos escondidos en su diagrama de azulejos, códigos, nombres claves y esténciles le producía como lógica consecuencia. No culpaba ni por lejos a que tal estado de decaimiento tuviera que ver con los días de ayuno prolongado, producido más por descuido que por voluntad y a consecuencia del gran apasionamiento que su vocación de revelador de acertijos implicaba. Decidió permitirse un descanso luego de aquella anterior jornada plagada de positivas señales y buenos designios. Hundida en un mar de sueños, su cabeza se empeñaba en no querer desprenderse del hilo conductor al que se habían prendido sus razonamientos. Uno a uno los sucesos más trascendentes de su pesquisa se fueron hilvanando en la libertad de su ensueño y su mente, que no paraba de buscar nuevos significados derivados de aquel entretejido sutil de registros y de claves. Surgida entre las sombras de su inconsciente, la noción del tiempo fue tomando otra vez la forma de las convenciones y a pesar de no estar despierto, la certeza de estar transitando por día y fecha determinados alertaron a sus sentidos para que, con presteza, la urgencia de lo importante lo hiciera despertar. Sin llegar a sentirse plenamente lúcido, la convicción de que otra gran revelación estaba por serle concedida hizo que el hombre, esta vez muy inconexo con la realidad, intentara una vez más hurgar en los secretos de aquella inscripción encriptada. Al mismo tiempo que la certeza de padecer un fortísimo dolor de cabeza tomaba forma en su conciencia, un dato con el que se topó alguna vez durante sus investigaciones en la biblioteca, llegó de improviso a su mente buscando ser puesto en práctica. Según recordaba haber leído, para las culturas más arcaicas, como la de los celtas, los espejos, desempeñaban otro tipo de funciones además de las que actualmente tienen. Solían ser interpretados como puerta de comunicación con los dioses o ancestros, y por lo mismo, funcionaban como una fuente de conocimientos ocultos, oráculos o presagios, ya que de ellos podían emerger, según lo acreditaban algunos antiguos textos, mensajes o seres procedentes de otros mundos. Extrañamente sudoroso, sintiéndose muy débil, el hombre intentó comprobar qué efecto recibía al confrontar con un espejo aquella escritura de la plancha de esténcil. Tambaleándose y como pudo, consiguió instalarse frente al pequeño espejo de la pared sosteniendo entre sus manos la plantilla metálica que de repente parecía haber adquirido un peso descomunal. Con titánico esfuerzo logró mantener en posición la inscripción para ser reflejada en forma conveniente, mientras su afiebrados ojos se esmeraban en visualizar las letras que ahora se le antojaban impiadosamente borrosas. Como era de esperarse, lo que en apariencia era un simple número de serie, al reflejarse pasaba a cobrar otra significación bien distinta: el supuesto “IV IXI XX M c ML“ resultaba ser (con ciertas licencias) “ LM c M XX IXI VI”, o, para ser más claros L (50) MCMXXI (1921) XI (11) VI (6). Cifras éstas que cobraban entidad a la luz de haber vuelto a tener conciencia de la fecha en que transcurría aquella situación, 11 - 6 -1921 casualmente ese mismo día…el día de su cumpleaños número 50!. Temblando de pies a cabeza y sin saber ya si aquellos síntomas tan inusuales eran provocados por la exaltación lógica de haberse encontrado con un enigma dirigido inequívocamente hacia él o si, en cambio, los temblores, la fiebre y la debilidad eran el resultado acumulado de alguna especie de sentencia que estaba apunto de ser cumplida. Los datos de la fecha exacta en que se encontraba no terminaban de revelar su sentido si no lograba entrever de qué pronunciamientos estaban acompañados. Pensó en aquella otra señal relacionada con la dirección del local de compraventa: M 6 11. Otra vez 6 y 11, o sea 11 de junio…como poniendo énfasis. En qué?...M. M de calle Matanza…Matanza = Muerte, infirió… y de repente tuvo la certeza de aquel intrincado juego de artilugios y señales confabuladas no habían sido más que una burla. Una sádica sentencia hacia donde el destino había decidido conducirlo. Quizás para humillarlo. Quizás para castigarlo por la soberbia de pretender asumirse como intérprete de un lenguaje del que no era digno y para el que no estaba realmente entrenado. Presintiendo la inminente llegada de la muerte, sin que esto le generara pánico alguno, sino más bien una patética sensación de haber sido usado y menospreciado, tuvo aún la inquietud de intentar revelar qué último significado tendría la presencia de caballos en aquel oscuro mensaje del que era destinatario. Pensó que quizás fuera el mismo sitio donde comenzara a elaborar su aventurado proyecto el lugar adecuado para culminar de concretarlo. Hacia allí se dirigió, sacando fuerzas de flaquezas. Confirmando que el destino suele prepararnos jugadas magistrales en las que nos coloca de repente frente a algún hito trascendente o enigma dispuesto a ser descifrado, el hombre decidió abandonarse a él, o quizás a ese hilo virtual que hilvanaba su rumbo desde siempre, particularmente en las tardes somnolientas de los barrios porteños. Hurgando en el misterio de zaguanes frescos y silenciosos se dejó llevar por los sortilegios de los mensajes cifrados de imágenes, símbolos y recuerdos. Mientras divaga entre fiebre y delirios cuál será el papel que jugarán los caballos en su inminente final, como al descuido y sin haberlo antes registrado, un curioso azulejo albiazul se destaca en un rincón de un zaguán ignoto. Es uno muy atípico. Algo especial. Un minúsculo caballito, crines al viento, al que, como broche final del encriptado juego al que fue sometido, el hombre no llega a catalogar (a pesar de proponérselo), antes que arribe su muerte.
(fin)
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