LA CASA SOBRE LA COLINA
El hombre sólo siente el ritmo de
su propia respiración acompasada. El profundo silencio se agudiza bajo el
efecto del frío que cala hasta los huesos. Abre los ojos, en medio de una
placidez blanca e inmóvil en la que parece haberse quedado suspendido todo,
incluso el tiempo.
En medio de la bruma blanquecina que
lo envuelve, no se divisan contornos. Lo que se supone es un cielo, igual de
níveo e irreal, se extiende uniforme sobre su cabeza. Nada logra divisar en el
inabarcable entorno estático que se muestra ante sus ojos. No siente miedo aunque
no consigue adivinar un sol detrás de esa incomprensible blancura infinita.
Avanza a tientas sin tener en
claro de dónde viene ni qué está haciendo allí. Su mente no insiste demasiado
en plantearse cuestiones que aún no puede resolver.
De repente una silueta familiar
se va definiendo ante él: una construcción de gran tamaño, se levanta sobre una
colina. Tiene la impresión de conocer el lugar pese a la certeza de saber que
nunca ha estado allí. Apura el paso queriendo alcanzar la calidez que –presupone-
encontrará en su interior.
Sube con determinación la
escalera que lo conduce hasta la puerta principal, entra y atraviesa un pequeño
hall despoblado de mobiliario y tan blanco como el paisaje exterior del que
proviene, llega hasta un agradable y sobrio salón enmarcado por espesos
cortinados que filtran la luz exterior y la vuelven casi azulada.
Afectado por la extraña claridad,
observa que hay algunas personas más en el cuarto, quienes parecen celebrar su
llegada. Saluda instintivamente y recibe en retribución amables miradas y
condescendientes gestos que parecen allanarle dudas y desconcierto.
Se le informa brevemente de su
situación y entre compasivas sonrisas y respetuosas muestras de afecto y
comprensión logran que la sorpresa no le resulte inquietante ni le espante la
novedad de su reciente muerte. De alguna manera ya lo sospechaba. En ese
momento, la evocación de lo que fueron acontecimientos recientes de su vida se
mezcla con extrañas sensaciones nunca antes experimentadas.
Comprende que debe decidirse por
algún suceso memorable para conservar como único tesoro indisoluble de lo que
fuera su vida. Sabe que no dispone de demasiado tiempo como para tomar la
trascendental decisión y eso sí logra inquietarlo. Intenta repasar mentalmente
distintas etapas de la que fue su vida: primera infancia, años inocentes,
ansiedades juveniles, inquietudes lógicas, alegrías y desilusiones, placidez en
el ocaso, pocas mieles, avatares sucesivos. Nada parece ser lo suficientemente
intenso ni primordial ni singular ni maravilloso como para que amerite ser
seleccionado como recuerdo a perpetuidad.
La idea de no tener un momento
verdaderamente intenso y valioso como para elegir evocar en la eternidad, le
estruja el corazón. Clama a Dios para que se le de otra oportunidad: promete
con absoluta sinceridad que si se le permite regresar nuevamente a la vida que
acaba de culminar, se dedicará a construir para él y sus afectos momentos
dignos de ser rememorados eternamente.
Comprende que lo que pide es
imposible. Sabe que la vida es única e irrepetible. Que es en ella que definimos
lo que en verdad seremos, lo que llevaremos a cuestas por siempre. Sabe que de
la muerte no se tiene retorno y sumergido en la blandura blanca y apacible que
otra vez le envuelve, resignado, se deja llevar.
(más relatos, en el post anterior)