Este jueves nuevamente nos conduce Alfredo. Para leer más relatos, pasar por su Plaza del Diamante.
Enamorados como estaban no lograban
comprender por qué aquel amor era imposible.
Él, extasiado por la perfección
de ese rostro de facciones tan dulces, no quiso darle importancia a la
naturaleza marmórea de aquella en la que había depositado su amor y su deseo. Sus
manos sigilosas acariciaban anhelantes aquellas curvas pétreas, compensando con
el fuego de su propia pasión la falta de calidez intrínseca de ella, y susurrando
para sí todo lo que soñaba escuchar de aquellos labios recién besados, se dejaba
envolver por el hechizo de la luna que ya se asomaba desde el cielo.
Mientras el enamorado rogaba por
hacerse uno con las formas de su amada y así demostrarle el ímpetu de su
devoción y sentimiento, el alma encerrada dentro de aquella piedra labrada le rogaba
a la luna que, al menos por una noche, su deseo de ser y sentir con la
intensidad del amor y la carne, llegara a transmutarla en ninfa.
La luna, siempre fiel a los
deseos de las almas enamoradas, accedió a hacerles realidad sus pedidos, aunque
con reticencias y fue así que para asombro de uno y otro, la naturaleza propia
de cada ser mutó al unísono, emulando la del otro.
Piedra fue él, cumpliendo ser uno
con el objeto de su deseo, y carne a la vez adquirió ella para sentir y palpar de
la forma en que él la había estado antes acariciando.
Desconcertados ambos por la
resolución inverosímil que la luna le había otorgado a sus ruegos -él contenido
dentro del frío mármol, ella, inquieta de emoción al percibir en su ser la
calidez sus pasiones- continuaron igualmente
abrazados bajo la luz blanquecina del hechizo lunar.
Los amantes así burlados se
consolaron, al menos, al comprobar que efectivamente en ambos había hecho nido
el amor, atravesando a la vez con su saeta, sus dos corazones desbordantes de
deseo.