Luego de ver publicada la siguiente nota, y recordando la oportunidad que tuve de estar allí, maravillándome -en primera persona- entre esos muros, quise reeditar una historia que publicaré en tres partes y que precisamente nació el día que visité por primera vez la Librería Grand Splendid en Buenos Aires.
DE ÁNGELES URBANOS
Primera Parte: SIN ALAS Y EN PAREJA
Alguna vez escuché hablar de ángeles urbanos, pero nunca imaginé
toparme con uno…mucho menos con dos…pero lo que nunca hubiese acertado a
sospechar es la apariencia que estos seres acostumbran presentar y menos aún, la
forma con que consiguen tender sus sutiles hilos angelicales dentro de la trama
compleja de la vida de la gente, que convive con ellos sin siquiera suponerlo.
Estos seres, lejos de parecerse a la imagen preconcebida que uno
suele tener fijada en el inconsciente, no poseen aspecto solemne o
intimidatorio. Tampoco son carilindos seres alados que surgen en los momentos
críticos para iluminar con su luz celestial el camino de las almas piadosas. No
cuentan con un aspecto sobrecogedor o magnífico o de belleza sublime. No.
Resulta que más bien suelen asumir aspectos casi insignificantes, minúsculos…
Sumamente vulnerables por su aparente rareza, locura o inocencia, despiertan en
su entorno una conmiseración tal que puede hasta llegar a provocar burlas en
personas no muy propensas a conmoverse frente a las actitudes poco cuerdas o
ridículas de sus semejantes.
Estos etéreas entidades celestiales sumergidas -vaya uno a saber
desde cuándo- en medio de nuestras vicisitudes cotidianas, adoptan un aspecto
casi irrisorio a la hora de materializarse a nuestro alrededor, sin duda para
disipar toda sospecha sobre sus sobrenaturales poderes y quizás hasta para
poner a prueba nuestra capacidad de empatía con seres más desprotegidos.
Un indicio palpable de lo que aquí sostengo es la personalidad
encantadoramente demodé que dos de ellos suelen mostrar al
pasearse inocentemente en medio del bullicioso centro de Buenos Aires, en plena
avenida Santa Fe, alguna mañana cualquiera -como la del sábado en que yo los
vi- tomando, con encanto singular, un frugal desayuno en la tradicional
cafetería y pizzería La
Farola.
Tanto ella como él, de baja estatura, bien entrados en años.
Leves en su andar, notoriamente tambaleantes, aunque con una elegancia innata
–pese a lo ostentoso y poco habitual de su vestuario- trasuntando un aura casi
irreal que pone de manifiesto sus características sobrehumanas, muy por encima
de la mediocridad prosaica y la chatura monocroma de nuestros
convencionalismos.
Luciendo gastado traje de lino color té con leche él, camisa
blanca impecable, cerrados todos los botones hasta el cuello, con corbata de
moñito verde intenso, mocasines casi amarillos muy bien lustrados, medias
blancas, veraniego sombrero tipo panamá de alas cortas sobre su cabeza apenas
poblada de escasa pelusa nívea. Se sienta con evidente placer en una de las
mesas mejor ubicadas sobre la vereda, bajo una sombrilla roja que lo protege
del aún cálido sol otoñal. Ella, mientras tanto, desenfadadamente más
glamorosa, se acerca lentamente con paso delicado, collar de perlas de varias
vueltas, enteramente vestida de rosa -variando solamente las tonalidades- tanto
en su amplia blusa de raso -con destacada flor de grandes pétalos a un lado-
como en su falda vaporosa que el viento hace ondular con gracia. En su cabeza
–luciendo voluptuoso e inmóvil peinado de peluquería- un extravagante sombrero
de rafia adornado con gran cantidad de flores -todas rosadas- rematado por
ancha cinta al tono, culmina en moño sobre su nuca. El atuendo singular se
completa con gran bolso de cuero blanco que pende sobre su antebrazo, mientras
que sus manos envejecidas buscan precavidamente asirse a los respaldos de las
sillas que rodean la mesa ocupada por su galán. En cada dedo de su mano
derecha, un anillo, resplandeciente en gemas multicolores, mientras la
izquierda luce extraño mitón de eslabones plateados entretejidos que se inicia
en la muñeca y culmina, delicadamente sujeto al monte de Saturno del dedo
medio. Sus pequeños pies –quizás alguna vez con andar más seguro –se equilibran
a duras penas sobre coquetos zapatos blancos con hebillas y tacones tipo
chupete, mientras - casi sin disimulo- aprovecha el reflejo que la puerta de
vidrio le devuelve de su rostro para comprobar el ansiado efecto que,
complementando el conjunto, otorga su recargado maquillaje. Sin dudas
complacida por lo que ve, haciendo un gracioso mohín que trasunta inexplicable
ternura, saluda atentamente al mozo que parece conocerla y que, con suma
presteza, atina a retirar la silla en la que ella se dispone a tomar asiento.
En ambos seres angélicos, todo es sofisticada exageración,
delicada exuberancia ridículamente amalgamada. No hay nada en ellos que pase
desapercibido: la sonrosada transparencia de su piel, la candidez de sus
miradas, la arbitrariedad y el anacronismo de su atuendo, la desenfadada
originalidad de su atrevimiento, la esplendorosa inocencia de sus sonrisas…
La gente los mira sin excepción. Algunos más descaradamente; los
más, esbozando una sonrisa socarrona; otros, imbuidos en sus urgencias sólo les
brindan una mirada inexpresiva al pasar, sin comprender qué significa la
peculiaridad del hecho. Cada cual a su manera recibe en forma instantánea un
atisbo de la brisa especial que los envuelve -algo de su incomparable frescura-
pero nadie sospecha siquiera el poderío de su naturaleza angelical, no se
imaginan la magnitud que su energía iridiscente puede llegar a alcanzar, cuando
ellos se lo proponen y sus protegidos están dispuestos a recibirla.
(continúa en el próximo post)
2 comentarios:
Buena falta hacen hoy los ángeles, aunque sean aparentemente estrafalarios.
Los que yo conozco son como los que describes al principio: pasan desapercibidos, pero sus obras los delatan.
No se le escapa nada a tu vuelo entre ángeles.
Voy a leer más.
Besos!
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