Capítulo 2: LA HUIDA Largas horas de impaciente transitar por extensas carreteras, olvidadas rutas y polvorientos caminos… Su cuerpo y su mente estaban ya cansados por igual: el uno por soportar la infinita tensión acumulada y lo prolongado del viaje, la otra por revivir una y otra vez, como si se tratase de un film en continua repetición, cada uno de los detalles de aquella fatal escena culminante tan largamente soñada: …el sobresalto en la noche… la aterrada expresión del rostro de aquel infame al verlo junto a su cama y reconocerlo detrás de tanto odio acumulado… la impotencia del maldito por sentirse viejo y enfermo… los culposos recuerdos de tantos años atrás, cuando en silencio - y escudado tras la impunidad que su condición le otorgaba - fuera él quien, en cambio, frente a otra cama asomaba en asecho…el ahogado chillido de terror, incapaz de ser controlado, en el preciso instante en que la primera puñalada se hundiera en aquella carne corrompida…su propia e indescriptible sensación de satisfacción y liberación que experimentara al ver por fin, aquel rostro tan odiado, recibiendo su merecido… Aquel júbilo indescriptible que sintiera en un primer momento había ido, luego, cediendo paso a una serenidad pasmosa. Una frialdad casi irreal que siempre dudó tener y que para su sorpresa, comprobó poseer. Tantos años de sufrimiento, tanta humillación, tanto miedo, tantos deseos de venganza habían terminado por socavar, como era de esperar, todo atisbo de arrepentimiento o sensibilidad. Había dejado atrás la entelequia sufrida y pisoteada que experimentó ser desde siempre, para reivindicarse, como impasible y vengativo justiciero de su inocencia robada. A pesar de tener la firme convicción que estaba ya fuera de peligro, que su plan había sido un éxito y había logrado materializar tal cual imaginara su impiadosa venganza, algo en él sentía que no todo estaba en orden…no todas las piezas encajaban como había sido planeado y, fuera de toda lógica, una inquietud creciente se iba instalando en su costado a pesar de sus esfuerzos por alejar cualquier duda de su flamante victoria. No entendía cuál pudiese ser el motivo de ese nerviosismo. Nada había dejado al azar, nada había descuidado. Había usado guantes y enfundado sus zapatos para no dejar ninguna huella. Nadie lo había visto, no había cámaras, ni porteros que hubiesen detectado su llegada. No había usado su auto para llegar al edificio, no había utilizado tarjetas ni credenciales que probaran su presencia por aquellos sitios. Se había armado una identidad falsa, cambiado su modo de vestir, disimulado sus facciones para que nadie lo reconociera. Luego de haber concluido su cometido había quemado su ropa, limpiado cuidadosamente el arma homicida y borrado concienzudamente todo rastro de los elementos utilizados. Hasta había tenido la precaución de separar la empuñadura de la hoja del puñal para arrojarlos a ambos en distintos lugares del puerto, cuidando no ser visto y considerando las corrientes para alejar de la costa las pruebas de su delito. Tenía la certeza que no había dejado ningún detalle que lo delatara y sin embargo, no se sentía tranquilo. Conforme iban transcurriendo las horas, contrariamente a lo que era previsible, se impacientaba más y más…y la angustia se le marcaba en el rostro. Decidió por fin detener su marcha para tomarse un café y aclarar sus pensamientos. Seguramente después de descansar un poco, lograría que aquella sensación inquietante desapareciera con los primeros sorbos reparadores. El café siempre había sido su aliado a la hora de alejar fantasmas y diluir temores. Entró en aquella parada para camioneros como si se tratase de un oasis en medio de un mar de enigmas. Aquel tugurio se presentaba como refugio acogedor para su mente perturbada y agotada. Así lo dejó entrever cuando se desplomó con inocultable alivio en una de aquellas incómodas sillas de tapizados rotos y patas tambaleantes. Apenas el mozo se acercó con infinita parsimonia, su voz pastosa y adusta pidió un café doble y algo que comer. Nada especial, sólo algún sustento para seguir sobreviviendo en su mundo de grises perpetuos y sombras amenazantes. La taza humeante se dejaba beber brindando el merecido alivio a su cansancio. El sándwich no estaba mal en aspecto, pero apenas sí se lograba distinguir algo del sabor de lo que deberían ser jamón y queso. Pese a todo, el desasosiego que lo hostigaba iba en aumento. A esas alturas comenzó a considerar que quizás alguno de esos rudos trashumantes sobre ruedas podría haber coincidido con él en aquel otro bar del puerto, ese momentáneo aguantadero al que él solía arribar durante los preparativos de su pesquisa y posterior cacería. Se le ocurrió pensar que existía la posibilidad que alguno de aquellos bravucones pudiera reconocerlo y tal vez recordar su paso por el sitio del que intentaba escapar. La eventualidad de algo así era muy remota, pero no imposible, y como ya había descubierto en carne propia hacía ya mucho tiempo, nunca las mínimas probabilidades igualan a la certeza de lo imposible. Fue así que apuró su frugal merienda y emprendió otra vez su huida, descuidando sin darse cuenta su propósito inicial de no esquivar la mirada ante eventuales interlocutores. Siempre es ese un gesto que delata inseguridad y no era deseable transmitir algo así en semejantes circunstancias. A pesar de lo irracional que se le ocurría, algo en el ambiente de aquel barsucho miserable lograba hacerle dudar sobre su anterior convicción de estar ya fuera de peligro y el miedo a ser descubierto comenzó a cercarlo a medida que distinguía algunos imperceptibles gestos en los parroquianos que poblaban el local. Uno alto de camisa a cuadros no dejaba de mirarlo. No sabía la razón pero era evidente. Al pasar frente a otra mesa ocupada por dos tipejos de mala traza escuchó con claridad algo sobre un crimen ocurrido esa misma tarde, y aquellas palabras consiguieron helarle la sangre por completo. Sus manos comenzaron a transpirar en forma llamativa y eso hizo que la cajera lo mirara en forma inquisitoria al intuir –sin dudas - que algo oscuro se ocultaba tras su aparente pasividad. Apresuró el paso buscando refugiarse cuanto antes en su auto, improvisado bunker en el que aguardó ansioso mientras el empleado de la estación de servicio llenaba el tanque con combustible. Ni se fijó en el vuelto que recibió mientras arrancaba en forma brusca y para nada discreta, contrariando todas las normas de precaución que antes se había impuesto. Al rato y de improviso, se desató una fuerte tormenta, pero ni lo cerrado de la noche, ni los oscuros nubarrones o la torrencial lluvia que lo azotó durante horas, lograron preocuparlo más que la sospecha, cada vez más vívida,de que algún detalle que aún no lograba dilucidar terminaría, tarde o temprano, por implicarlo en lo que esa misma tarde creyera un ajusticiamiento perfecto.
(continuará)
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