Sí, sé que resultó un texto bastante extenso, poco apto para el formato bloguero, pero el desarrollo de la trama así lo impuso. Espero sepan disculpar.
Más relatos de HALLOBLOGWEEN, en lo de Teresa
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EL QUIEBRE DEL SILENCIO
Esa noche demoró más de la cuenta
en dormirse. Pensó que el estrés acumulado durante el día había logrado alterar la habitual facilidad para
conciliar el sueño de la que había disfrutado desde niño, pero analizando los
acontecimientos destacados que había sobrellevado con soltura durante la última
jornada, no consiguió descubrir algo particular que lograra perturbarlo fuera
de lo cotidiano. Pese a ello percibía una inquietud muy inusual circulando por su
interior, como si se hallase en el preámbulo de algo sumamente angustiante que
estaba a punto de devenir. Recurrió entonces a los somníferos que su última
novia había dejado olvidados en su mesa de noche -luego de abandonarlo para
siempre- tras una violenta discusión. Afortunadamente las pastillas le hicieron
efecto. Logró dormir profundo y de un tirón.
Se despertó sobresaltado
presintiendo que llegaría tarde a la oficina. Su cronómetro mental le advertía
que había pasado de largo el aviso de su reloj despertador programado a las
siete en punto. Siempre se había destacado por su puntualidad y no quería
empañar sin motivo válido su impecable foja de servicios. Saltó de la cama sin
comprobar la magnitud de su retraso, corroborando lo que temía por la gran
luminosidad que advertía tras las hendijas de la ventana. Se dio una ducha
rápida, se vistió sin más demora y se dirigió a la calle sin siquiera beber una
taza de café.
Lo primero que le llamó la
atención fue la inusitada inmediatez con la que el ascensor respondió a su
demanda. Habitualmente debía insistir varias veces hasta lograrlo, ganándole de
mano a sus vecinos. La quietud y el silencio extremos que lo golpearon al salir
a la calle no hicieron más que aumentar su desconcierto. No se encontró -como
siempre- con la portera baldeando la vereda ni con el kiosquero de al lado
tarareando alguna canción pegadiza. No advirtió ningún automóvil precipitándose
hacia el boulevard, ni ningún escolar apurando el paso hacia el colegio. No
distinguió ningún movimiento en todo el perímetro que alcanzaba a ver desde la
esquina. Agudizó los oídos y ni siquiera lograba percibir el acostumbrado piar
de los pájaros, inquietos entre los
árboles. Mientras caminaba hacia la parada del colectivo –ya sin la premura con
que había iniciado su recorrido- observaba con asombro que nadie, ningún ser
vivo daba señales de vida, no solo en su calle, sino tampoco en la próxima…ni
en la siguiente ni en la de la vuelta...ni en la avenida...Nadie. Ni un perro. Ni
siquiera un ave cruzando el cielo.
Extrañamente, todos los negocios,
las casas, los edificios, los autos, se hallaban como recién abiertos, como si
la rutina diaria –y la vida- se hubiesen interrumpido apenas un instante antes
que él despertara. Comprobó, incluso, que algunos autos abandonados en medio de
de la calle tenían aún las llaves de encendido colocadas y los motores tibios,
como si recién hubiesen dejado de andar.
Entró a una farmacia cuyo cartel
de abierto se hallaba a la vista,
presto a recibir a los clientes más madrugadores. Nadie. Ni el farmacéutico, ni
algún comprador. Solo un paquetito con medicamentos a medio envolver sobre el
mostrador y unos billetes como a punto de sellar el pago.
Dio unas fuertes palmadas
esperanzadas, aguardando que alguien respondiera desde el interior de la
oficina anexa, pero fue inútil, como también resultaron infructuosos sus
sucesivos intentos en los demás comercios de la cercanía. Hasta el bar de su
amigo Maxi lucía desierto. Varias mesas mostraban signos de haber estado
ocupadas hasta no hace mucho: el aromático café todavía humeante, las
medialunas crujientes a medio morder, los diarios del día desplegados como si
estuvieran aún siendo leídos. El televisor encendido mostraba la vista estática
del escritorio del presentador del noticiero matinal: la silla vacía, los papeles
ordenados sobre el tablero, como si recién los hubiesen alistado. Buscó el
control remoto del televisor del otro lado de la barra. Intentó con otros
canales. Los que a esa hora usualmente tenían programación en vivo presentaban
los mismos síntomas de abandono repentino. En el resto, la clásica lluvia de
transmisión interrumpida.
Totalmente superado por los
extraños hechos que estaba experimentando, se dejó caer sobre la silla más
cercana intentando esclarecer sus pensamientos, que no encontraban explicación
lógica para justificar algo tan inconcebible. Recordó que llevaba su celular y
comenzó a marcar, desesperado, uno a uno los números de sus contactos,
empezando por los más cercanos. Absolutamente nadie contestó a sus llamadas. Probó
una comunicación por internet y no pudo realizarla. Aparentemente las
conexiones estaban interrumpidas.
Sus manos temblorosas aflojaron
el nudo de su corbata que en ese momento parecía ahogarlo. Sus latidos a mil le
iban acentuando el palpitar de las venas del cuello, provocando que un agudo dolor
de cabeza comenzara a torturarlo al punto de hacerle rogar por una aspirina.
Retrocedió hasta la farmacia y tratando de no desordenar demasiado las
estanterías –su acostumbrado puntillismo no había desaparecido aún de su
inconsciente- consiguió al rato los comprimidos que buscaba.
Poco a poco su cabeza se iba
recomponiendo mientras continuaba caminando en forma irreflexiva, dejando que
sus pasos se guiaran por el azar, sin rumbo definido, con la casi nula
expectativa de encontrar en algún inesperado rincón de la ciudad, algún otro
pobre sobreviviente que se hallara como él, sumergido en su propio mar de
confusiones. No fue así. Pasaron horas y horas y con nadie se topó. Estaban
vacías la casa de su hermano y las de sus otros conocidos. También su oficina y
los sitios que acostumbraba frecuentar. Habían desaparecido hasta los peces de
la fuente en la que solía detenerse cada tarde.
Sumamente angustiado, decidió
extender su desesperada búsqueda más allá de la ciudad. Tal vez el alcance de
las misteriosas desapariciones se circunscribiera a los cascos urbanos, quizás
en la zona rural alguien o algo hubiese sobrevivido. Sin más dilaciones eligió
uno de los tantos vehículos que se hallaban diseminados por las calles con sus
puertas abiertas y las llaves de encendido bien dispuestas. Avanzó raudamente
en medio de aquel paisaje antes tan suyo, aunque ahora bien distinto: desconcertante
y silencioso, inexplicablemente quieto y deshabitado. Enorme y vacío…como el
hueco que le retorcía las entrañas.
Mientras avanzaba por los caminos
rurales, comprobando que la repentina vacuidad de todo cuanto antes se hallara
pletórico de vida se había extendido más allá de los límites de la gran ciudad,
comenzó a pensar en lo absurdamente paradójico de la situación: él, que toda su
vida se las había ingeniado para sobrevivir en medio de los demás articulando
las mínimas e indispensables interrelaciones, en ese momento -puesto por el
destino en la circunstancia de ser único sobreviviente de aquello a lo que ya suponía
una abducción o exterminio- deseaba con todo su corazón hallar a algún otro ser
humano andando a tientas en medio de aquel inusitado desierto de silencio y desolación.
Insistió una y otra vez las mismas alternativas de comunicación que
infructuosamente venía ensayando: teléfono, televisión, internet, gritos,
bocinazos…ninguno de sus intentos tenía retorno.
Regresó a su calle cuando los
albores del nuevo día se anunciaban en el horizonte. El silencio sepulcral
continuaba reinando en cada rincón de la que fuera su ciudad y ahora sólo era la
cáscara vacía de todos sus recuerdos. Los rostros amados de quienes marcaron su
vida se iban haciendo presentes en su memoria. La sola idea de pensarlos
ausentes -todos, así, de repente- diluidos en el misterio de lo inexplicable,
le sofocaba al punto de hacerlo estallar en lágrimas. Pensó en todas las
sonrisas que jamás volvería a contemplar, las voces que nunca más escucharía,
las palabras que no alcanzó a decir, las heridas que no alcanzó a sanar, las
promesas que no alcanzó a cumplir, las disculpas que no alcanzó a
pronunciar…todo le pesaba sobre sus hombros como si un quintal de culpa y
remordimientos le hubiese caído sin previo aviso, sin que alcanzara a
prepararse, sin la posibilidad de algún gesto que pudiera reivindicarlo.
La angustia y el miedo llegaban a
quebrarle el alma.
Otra vez el ascensor respondió
presto a su requisitoria. Sin ninguna dilación ascendió hasta su piso,
sepulcral y solitario como lo había dejado esa mañana, justo antes de comprobar
que por alguna razón que escapaba a su comprensión resultaba ser el único ser
viviente del lugar…de los alrededores…probablemente, de todo el planeta. El
mundo se había acabado y nada ya podía hacer para recuperarlo.
Se dirigió sin pensar hacia la
heladera. El hambre le taladraba el estómago como la angustia lo hacía con su
cabeza y su corazón. No había probado bocado desde la noche anterior y prolongar
también ese sufrimiento se le antojaba innecesario. Comió y bebió hasta que el
desconcierto pasó a ser otra vez el tema prioritario de sus pesares. Ninguna
respuesta conseguía materializarse como eventual causa de semejante tragedia. A
excepción de la vegetación, la repentina disolución de todo ser vivo parecía
ser la consigna que se desató en forma imprevista sobre el mundo y nada de lo
que intentaba suponer, hubiese sido capaz de provocarlo. Nada -sin dudas-
podría revertirlo. Imaginar su absoluta soledad en un mundo así sobrepasaba su instinto
de supervivencia.
Como la noche anterior el sueño
no quiso llegarle como amistoso consuelo. Como la noche anterior, sentía una
ansiedad muy particular circulando por su interior, con la diferencia que ahora
sí sabía el motivo que la estaba originando. Recordó otra vez los somníferos
que su última novia había dejado olvidados en su mesa de noche. Recordó el
efecto inmediato que un par de comprimidos demostraran en la víspera. Cayó en
la cuenta que el frasco estaba casi lleno. Hizo algunas cuentas. Evaluó
opciones alternativas. Los pros y los contras. Las probabilidades casi nulas de
hallar en un futuro algún otro superviviente, y de haberlo, la invariable
implicancia de sobrevivir deambulando entre las ruinas de lo que antes conoció
como urbe y ahora sólo era un cascarón sin vida.
Esta vez no se quitó la ropa,
apenas los zapatos. Llenó un vaso con agua y se sentó en el borde de la cama. Adentro
y afuera, la inmensidad del silencio seguía abrumándolo. Pensó en ahogarlo con
algo de música pero sintió que resultaría hasta irrespetuoso: la humanidad
completa desvanecida sin explicación no merecía un agravio semejante.
Débilmente iluminado por el
amarillo de la luz del velador, fue tragando uno a uno todas las pastillas,
intercalando breves sorbos de agua para ayudarlos a atravesar su garganta. Al
concluir, tomó uno de sus libros predilectos y comenzó a leer. Si debía morir,
esa le pareció una buena y dócil manera de realizarlo. Comenzó intentando perderse
de lleno en la historia, entre mágicos tigres, y espejos y laberintos, buscando
olvidar aquella inaudita tragedia y la enorme soledad que lo embargaba.
Apenas alcanzó a leer dos o tres
páginas cuando presintió que estaba ya en los preliminares del blando final. Su
cuerpo ya no respondía a su cabeza y su mente se envolvía más y más en un inmanejable
sopor.
Pese a ello alcanzó a escuchar
que alguien -o algo- abría la puerta de su departamento. Claramente…ahora unos
pasos se dirigían hacia él.