Mi relato: UNA TRISTE HISTORIA
Recuerdo que cuando me enteré de aquel comunicado precedido con el temible escudito de las tres fuerzas armadas no podía creer lo que había escuchado: las tropas argentinas habían desembarcado en aquellas islas lejanas, totalmente ajenas a nuestro pensar cotidiano. Supongo que si hacían una encuesta, la mitad de la población ni siquiera sabía dónde quedaban.
Siempre fuimos así. Tardamos siglos en darnos cuenta que aquel pedazo de suelo austral era nuestro y después decidimos que era hora de recuperarlo -sea como sea- aún yendo a la más desigual de las guerras: un gastado y sufrido país latinoamericano enfrentándose de improviso a una de las principales potencias de la OTAN.
Aquel trasnochado militar que a la sazón gobernaba el país, había sido mal asesorado y buscando un hecho que consiguiera tapar las cicatrices de la cruenta guerra interna a la que nos habían condenado, decidió que era hora de recuperar aquel territorio arrebatado hacía más de dos siglos por el otrora imperio colonial. Vaya a saber por qué, aquel militar de voz aguardentosa pensó que el otro imperio, el más actual y omnipresente, le iba a dar el visto bueno por la “exitosa” campaña anticomunista que las fuerzas armadas habían librado fronteras adentro, cruel e implacablemente…tal cual habían sido adiestrados allá en el norte.
Un buen día el viejo general se despertó, desayunó con su whisky habitual y mandó a oficiales y conscriptos sin preparación a recuperar aquel territorio austral del que casi ni nos acordábamos. Entre marchitas y banderas desplegadas la gran masa domada del gentío que va y viene según sean los vientos, pobló la Plaza de Mayo y vitoreó al general que ya soñaba con ser electo presidente como Dios y la Constitución mandan, no como él y sus camaradas golpistas lo habían venido haciendo hasta ese momento.
Se desempolvaron los mapas, se volvieron a ubicar en ellos las islitas y todo fue celeste y blanco. Todo cánticos alusivos y fiestitas. Mientras, allá en el sur, se arriaba la bandera inglesa y se izaba la nuestra.
Pero el cuento no fue como aquel trasnochado había imaginado, la respuesta a aquella afrenta no se hizo esperar y la reina y la dama de hierro mandaron su flota (que sí tardó bastante en llegar) mientras tanto, alrededor del obelisco embanderado, la multitud alternaba vítores hacia el beodo e insultos hacia los invasores.
Mientras tanto se escuchaba fútbol. El mundial no podía dejar de acaparar la atención de los argentinos y los resultados de los partidos mechaban la espera por la llegada de la flota. El envalentonado general movilizó hacia el sur todas las fuerzas que, esperaban, sin saber muy bien qué o por qué.
Crecían a diario las campañas para recolectar fondos, alimentos y abrigo para nuestros muchachos, que en su mayoría tenían más espíritu futbolero que guerrero y tanto esperaban noticias de la flota como los resultados de los partidos.
En el ínterin, los británicos hundieron el Buque Escuela General Belgrano, que estaba fuera del límite de exclusión determinado por las fuerzas de norte (como si la guerra se detuviera a respetar límites!) Aquella tragedia enlutó al país y encendió aún más los ánimos anti británicos. No había duda de que ellos eran los malos; nada podía justificar haber hundido una nave que estaba fuera del área del conflicto.
Pero las guerras no tienen reglas y lo único que cuenta es que en ellas muere gente. Gente real, que ama y que sufre, que no entiende bien por qué pero un día es muerta por la decisión de uno o más ineptos que se creen dioses manipuladores del destino de todos.
Después hubo enfrentamientos por aire. Fue el bautismo de fuego de la aviación nativa y nos dijeron que la pericia de aquellos pilotos criollos despertaba el respeto hasta de la fuerza enemiga. Mientras nuestros aviones disparaban, nosotros juntábamos frazadas, chocolates y cartitas (más de la mitad no llegó) para los soldaditos que se morían de frío enterrados en el barro mientras esperaban angustiados y desinformados que comenzara el combate por tierra.
Desde aquí, la reserva, los muchachos que se habían salvado del servicio militar, sufrían para sus adentros temiendo que en cualquier momento los convocaran para marchar hacia las islas. Entre ellos estaban mi hermano, mis tres primos y todos sus amigos y compañeros.
Recuerdo que en las noches mi terror aumentaba terriblemente y mis sueños se poblaban con la imágenes de aquellos pobres chicos que apenas terminada su escuela secundaria, (algunos habiendo estrenado recién su licencia para conducir), se encontraban con un desvencijado fusil en las manos esperando…esperando y no entendiendo bien por qué.
Y un día llegaron. Llegaron los británicos y comenzó el combate (combate?) quizás masacre sería un término más adecuado. Mientras eran derrotados en uno y otro frente y los aviones hacían lo que podían, aquí se escuchaban los informes engañosos que nos decían “vamos ganando”.
Y un buen día otro “valiente” general – antes nombrado gobernador de las islas, se entregó sin más, …luego que cientos de chicos murieran en las trincheras. Injustamente. Incomprensiblemente. Impunemente.
Y perdimos la guerra. Y el general beodo se emborrachó otra vez mientras sus sueños de permanencia se caían a pedazos (como el mismo Proceso “de Reconstrucción Nacional” que se había levantado en armas contra el último gobierno constitucional).
Y se arriaron las banderas, y las tropas retornaron y los generales repartían o esquivaban sus culpas. Y los chocolates aparecían a la venta en los quioscos con las mismas cartitas que los nenes le habían mandado a los soldaditos.
Y volvieron los soldaditos. Algunos vivos, otros muertos, y otros peor aún. Y para colmo nos eliminaron del mundial. (Eso sí, en el siguiente el Diego goleó a los ingleses y según nuestra particular idiosincrasia, eso nos compensó un poco).
Y después los generales tuvieron que aceptar que habían perdido. Ellos. Porque la derrota fue de ellos. Y paradójicamente los soldaditos que se creían vencidos nos hicieron ganar a todos, porque gracias a esa sangre que dieron allí, (hasta ese momento, sin sentido) después, la realidad nos demostró que si no se hubiera perdido esa guerra absurda, hubiéramos tenido eternizados a los viejos dinosaurios en el vapuleado sillón que alguna vez ocupara Rivadavia.
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