Solo, en medio de su gris monotonía, el solitario repasaba viejas fotografías con gran avidez, pensando en las volteretas que tiene la vida para llevar de un lugar a otro las pertenencias de la gente cuando ésta deja de existir.
A través de las borrosas
figuras que aún podían distinguirse en las ajadas imágenes monocromas,
intentaba dilucidar las que alguna vez fueran historias de vida cargadas de
sueños y esperanzas. Lo hacía con la intención de exorcizar a aquellos lejanos
personajes del mayor estrago que llega a provocar la muerte: el olvido.
Agudizando todos sus
sentidos se concentraba primero en intentar descubrir las identidades de
aquellos ignotos a los que nunca conociera en vida pero que, por intervención
del destino, creía conectar en espíritu mirando las viejas imágenes que tanto
lo seducían. Luego, de su interior un nombre tentativo surgía y con la devoción
que reclaman las cosas más queridas, se hundía en los detalles más específicos
de los fondos, los paisajes, los elementos que lograba reconocer en la foto
para así soltar una hipótesis certera que acreditara su interpretación: “aquí Jeremías celebraba en familia haber
conseguido su primer trabajo”… arriesgaba en voz alta y en tono aseverativo…
“esa tarde, Laura y Julio se juraron amor
eterno”…
Después le dedicaba unos
minutos finales a cada quien imaginando cómo habrían sido sus días a partir del
momento fotografiado, resumiendo lo recabado en una muy prolija ficha que
adjuntaba a cada retrato. Con el tiempo esas ceremonias se transformaron en la
única razón de sus días, olvidándose así de sus propios dolores y tristezas.
Una tarde se topó con una imagen
que le resultó familiar. Un encorvado hombrecito gris se veía muy compenetrado
y solitario examinando descoloridas fotografías. Le costó poco averiguar su
identidad y mucho menos tiempo completar la ficha.