Esta semana Juan Carlos nos propone hablar de Ritos iniciáticos. A falta de inspiración fresca, para participar en su convocatoria recurro a la segunda parte de una historia narrada en tres capítulo que alguna vez subí completa a este blog y que de alguna manera responde al tema, ya que habla del inicio de la vocación chamánica de un joven, integrante de una perdida civilización aislada en la selva. Para leer todos los textos jueveros de esta semana, dar clic aquí
(imagen tomada de Panorama Cultural)
EL APRENDIZAJE (segunda parte de mi trilogía El mensajero de los Dioses)
Varias lunas han pasado desde aquella, la
primera vez en que la piel del jaguar mostraba sus enigmas bajo las estrellas.
En este tiempo el joven ha recorrido uno a
uno los caminos ya andados por su abuelo. Se reencuentra con las señales que el
viejo chaman dejó, sutilmente disimuladas entre la espesura de la selva. Va
descubriendo e interpretando a su tiempo, cada secreto guardado, cada símbolo
escondido, cada signo develado.
Recolecta hierbas, cortezas, piedras, plumas
de aves de las más variadas especies. Desentraña las simientes de arbustos y
enredaderas. Corta hojas y tallos dejando sangrar la savia que brota de ellos.
Se sumerge en aguas profundas, se hace uno con la tierra, escudriña ávido las
estrellas.
Cae en místicos trances, vaga por soñadas
praderas. Se eleva en vuelo sin despegar sus pies del suelo y se inunda del
aroma a tierra, a vida, a jugos perpetuos.
En su búsqueda incesante crece por dentro,
tanto o más de lo que su cuerpo madura en experiencia, en magia, en
conocimiento, en hallazgos de certezas.
Acompañando todo ese proceso de reencuentro
con los secretos de sus ancestros, la piel del jaguar lo escolta siempre. A
modo de capa cruzada sobre sus hombros desnudos, los enigmas que persisten
sobre el mensaje de sus manchas continúan esperando el momento de ser
descifrados. Ya llegará la hora. Será cuando deba ser. No antes.
Mientras se intensifica su aprendizaje su
presencia y sus actitudes resultan ser más enigmáticas para la gente de la
aldea. Si bien su ya clara pertenencia a la estirpe de los chamanes es
innegable y como tal, es respetado, su persistente inclinación a la
introspección y al casi total alejamiento del resto de la gente hace que muchos
de ellos, quizás por celos, quizás por miedo, comienzan a mirarlo con desconfianza.
Recorriendo la espesura de su selva se
encienden las voces interiores que van respondiendo a sus interrogantes.
Bajo sus pies descalzos, la tierra, las
hojarascas, la hierba, los insectos… la vida. Rozando el resto de su cuerpo, a
su paso, ramas, hojas, flores, brisa, sol, polen, aire, aromas… más vida.
Sus ojos escudriñan con sigilo y
meticulosidad cada árbol, cada arbusto, cada pájaro, cada fuente, cada piedra,
cada escarabajo, cada grano de arena… la diversidad de la existencia.
Su olfato logra percibir cada aroma que el
viento transporta. Los identifica, uno a uno, logrando que hasta sus poros
presientan la presencia de cada ser vivo de la selva.
Su agilidad aumenta, la delicadeza de sus
movimientos se confunde con el aire. Su sigilo logra ser tan agudo, que las
hojas que encuentra a su paso casi ni advierten su presencia.
Parecería que hasta la plasticidad del propio
jaguar, cuya piel lo cubre por su espalda, ha logrado traspasar su propia piel,
logrando que su cuerpo se haya asimilado completamente al del animal.
Llega la noche y la luna realiza otra vez el embrujo
que aquella primera vez lo encandilara.
Mientras la magia del plenilunio actúa, sus
sentidos se agudizan más aún, su tacto, su vista, su olfato, su instinto
primordial penetran la noche con la seguridad de quien recorre sus propios
caminos. Nada le es ajeno. Todo pasa a ser parte de su propia identidad.
Logra sentir la unidad que comunica todo lo
creado, incluido su propio ser que no es más el de un simple hombre… ha
adquirido la conciencia de chamán, sin siquiera buscarla.
Comprende ahora, sin asombro, que su propio
abuelo fue quien se fundió con el jaguar. Debía ser necesaria su muerte para
que lograra transmitirle todo su conocimiento, y el jaguar fue el instrumento,
no ya el mensajero.
Su inquietud y persistencia para lograr
descubrir lo que su significado entrañaba, lo impulsaron para ahondar en su
propia sensibilidad, su capacidad de observación, su búsqueda interior,
logrando hallar el hilo conductor que une a cada ser con todo lo creado.
Como chamán, su propia identidad había ahora
transmutado, logrando ser uno con aquel jaguar que fue también su abuelo, que
es la luna, que son los dioses, que es la misma creación. Y con en esa
transformación… el conocimiento. Allí estaba. En él… y debía transmitirlo.
Comprendió que no sería su
propio pueblo el destinatario de su mensaje. La certeza que el mundo es mucho
más extenso de lo que su gente ha conocido desde siempre le atravesó su mente y
su corazón y trasponer las barreras infranqueables de los acantilados más
remotos, esos que han sido por generaciones los límites de su particular
universo, pasa a ser ahora su prioridad y compromiso.