Esta semana Mag, desde su Trastienda, nos propone narrar incluyendo la línea 20 de una pagina cualquiera de algún libro que caiga en nuestras manos. En mi caso, a partir de la frase subrayada en el cuento Las ruinas circulares de Jorge Luis Borges he intentado armar una ficción tratando de no pasarme de las 350 palabras. Para leer todos los textos participantes, dar clic aquí.
LA LÍNEA 20
Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de
un pájaro. Supo enseguida la hora porque se fijó de inmediato en su
reloj pulsera. La cama en la que se encontraba tendido no era la suya, como
tampoco lo era el cuarto del que fue adivinando las paredes desnudas y el piso
helado. La única luminosidad en medio de la despojada oscuridad penetraba por
un ventiluz enrejado que se encontraba demasiado alto como para obtener más
datos del exterior. Se sentía
obnubilado, desconcertado e inconsistente. Su mente perdida, como si le fuera
totalmente ajena. No conseguía ubicarse en tiempo y espacio y por más que lo
intentaba, no lograba determinar ni dónde estaba ni cómo había llegado allí. Palpó
su cuerpo como por instinto y la sensación que percibía al hacerlo era como si
toda su carne hubiese estado anestesiada por mucho tiempo y recién en ese
momento, luego del involuntario sobresalto, comenzaran a recircular sus fluidos
vitales.
A medida que intentaba aclarar
sus pensamientos algunos detalles comenzaban a percibirse dentro de la penumbra.
Logró distinguir un pequeño espejo, iluminado por un débil haz de luz.
Se incorporó al borde del
camastro moviendo sus extremidades muy lentamente, ansiando vencer el pétreo
entumecimiento que lo embargaba. Después de varios intentos fallidos logró
ponerse de pie, luchando para que sus piernas no se doblaran ante su propio
peso. Torpemente se dirigió hacia el espejo sobre el muro, ya que seguía siendo
el único detalle perceptible de su entorno que alcanzaba a ubicar con cierta
nitidez. Sin pensarlo demasiado se acercó a la superficie espejada, esperando encontrar un
rostro mucho más sórdido que su habitual mañanero, ya de por sí hinchado y
marmóreo.
El espanto fue mayúsculo. Una
especie de máscara cadavérica informe adherida a su cráneo con torpes costuras
quirúrgicas reemplazaba la que fue su cara y las cicatrices recientes -algunas
aún sangrantes- demostraban a las claras que el perverso cirujano que allí
había actuado no había tenido ninguna intención de hacer un trabajo pulcro y
prolijo, más bien todo lo contrario. Sintió la poca sangre que le quedaba
helarse de terror, mientras un grito inconsolable atravesaba su garganta
emulando aquél del pájaro que lo había despertado.