CAPITULO 1: LA HERENCIA
En honor a la verdad, la muerte de su tía abuela no la había dejado devastada. Lejos de lo que muchos quizás supondrían, la previsible muerte de la anciana no le resultó una tragedia. Con el correr de los días y tras la lógica tristeza que sobreviene a todo duelo, Esther, sorprendentemente, se descubrió liberada.
Única heredera de quien fuera hasta el final una preclara dama de sociedad, la mujer –soltera y ya bastante entrada en años- luego de experimentar un muy entendible vértigo ante la innegable sensación de vacío y soledad que padeció luego de la muerte de su protectora, llegó a sentir -por primera vez en su vida- que realmente era dueña de sus actos.
El abogado había sido claro y conciso. Si bien la fortuna de su tía abuela había menguado notablemente en los últimos años, la previsión de aquella dama sin igual le garantizaría por el resto de sus días no sólo techo, sino además una renta que, aunque algo ajustada, era suficiente como para no tener que preocuparse de ahí en más por su sustento.
Desde pequeña y junto a su madre, fue acogida bajo la tutela de aquella mujer autosuficiente, conservadora y tradicional que les brindó alimento, contención y cobijo no sólo por cercanía filial, sino, fundamentalmente, por caridad cristiana. Aquel personaje desbordante de natural alcurnia, autoridad, seguridad y elegancia, solía imponer respeto ante todos con su sola presencia, y Esther, desde muy chica, supo cuál era su lugar de sumisión entre aquellos muros, siempre tan inexpugnables y ajenos como su dueña.
Si bien conocía cada rincón de la casa aún mejor que su propio cuerpo, Esther logró sentirla suya recién en esos días, cuando el aroma de su omnipresente benefactora ya desaparecida se fue diluyendo junto con los rastros del invierno.
Ni siquiera en esos momentos de primera experimentación liberadora Esther sintió algún tipo de resentimiento ante el recuerdo de quien fuera su protectora durante toda su vida. La anciana tan sólo pretendió a cambio, su compañía y el acatamiento de sus estrictas reglas. Al fin de cuentas quien brinda protección y abrigo es dueño de imponer sus propias normas para que nada se salga de rumbo, sin acabar manipulado por quien sólo debería sentir agradecimiento. Y eso Esther siempre lo supo demostrar: agradecimiento. Acató las reglas, se educó como su mentora mejor lo entendió, controló sus caprichos juveniles para no desairar la autoridad de su tía abuela, se mantuvo siempre cerca cuando se le requirió, supo cuidarla en su vejez, conteniéndose en un discreto segundo plano durante toda su vida. Pero ahora, cuando las circunstancias y el destino así lo disponían, ella se permitiría ser dueña de sus decisiones, y la sola idea le hacía cosquillear la boca del estómago, tanto por impensado bienestar como por justificado nerviosismo.
Pero las aspiraciones de realizaciones de Esther no eran –ni de lejos- llamativas, desubicadas o por demás de excéntricas. Tan sólo se conformaba –al menos como deseo inmediato- con poder realizar un jardín. Tanto al frente como en todos los alrededores de la casa, existía un amplio espacio circundante que desde siempre y por voluntad de su mentora había permanecido solo engalanado por prolijo césped y alguna que otra planta ornamental de discreto follaje. Ella, en cambio, desde niña soñó con una jardín enjundioso y cuajado de flores multicolores, con bellos canteros bordeando los senderos empedrados y abundantes macetas remarcando salientes y balcones.
Fue entonces que, como primera prueba de su estrenado estatus, Esther decidió poner en práctica la realización de un postergado deseo: la concreción –en lo posible por mano propia- de un bello jardín que enmarcara lo que recientemente pasara a ser su dominio.
(continuará)
Pues ojalá tenga el jardín que se merece.
ResponderEliminarMuy interesante el relato. Buena idea plantar su propio jardín.
ResponderEliminarEsperaremos la siguiente entrega con impaciencia.
Un abrazo Mónica.
Esperemos la llegada de ese jardin.
ResponderEliminarGracias por compartir.
Un fuerte abrazo.