UNAS PUERTAS ENTREABIERTAS (un cuento muy particular) Cap.2

Cap.2: UNA PIZCA DE LOCURA Como es habitual, y para no desentonar, en aquel pequeño pueblo también había un “loco”. Un desgarbado y pobre mortal de años indefinidos e inquietudes reservadas que apenas se entretenía en hacer andar sus sueños en medio de la monotonía del caserío despintado y soñoliento. Nada especial estaba entre sus atributos. Su “locura” no era ni iluminada, ni pintoresca, ni premonitoria. El desdichado apenas era considerado como ejemplar de ser viviente a la hora del reparto de bromas y tonterías, cuando los más traviesos se aburrían en demasía y no sabían en qué entretenerse durante las siestas. Pero tampoco era agraviado, a nadie se le hubiese permitido (ni ocurrido) maltratar a aquel desgraciado, espejo de carne y hueso, quizás, de su minusválido y desahuciado pueblo. Sin que se sepa por qué razón, un día, aquel pobre casi olvidado se vio inspirado para retocar los grafittis garabateados en los muros de la vieja estación de ferrocarril. Habiéndosele ocurrido trastocar los baldes de pinturas viejas arrumbados en un rincón sombrío de la estación con algo que creyó (según dijo después) “polvo celestial caído de alguna estrella”, una cálida tarde de verano en la que se veían más moscas que gente deambulando por las calles, aquel ermitaño se las ingenió para transformar aquellos tenues escritos de bromas y sátiras en un expresivo mural multicolor. Vaya uno a saber por qué, a aquel loco se le dio por dibujar sobre el muro, multitud de puertas entreabiertas. No las clásicas y ortogonales puertas que los cuerdos vemos habitualmente en cualquier lugar por el que pretendamos traspasar. Las que él pintó no respetaban ni la lógica de los ángulos rectos ni las estrictas leyes de la perspectiva. Lucían además bellísimos e irreales colores que lograban captar de inmediato la atención de quien las mirase, difuminándose sus contornos con la extraña imprecisión que se logra sólo en los sueños más profundos, el efecto magistral de sombreado que aquel loco devenido en artista había conseguido se debía, sin dudas, a la sustancia iridiscente que por azar (o no) había él agregado a la pintura básica. Los pobladores del lugar, como usualmente lo hacían cada atardecer, se acercaban a los alrededores de la estación para disfrutar de su sombría quietud y compartir las pocas novedades del día o asistiendo a la llegada del único tren que desempolvaba la monotonía del paraje. En ese preciso momento, cuando el sol incidía sobre el muro en forma tal que acentuaba la irrealidad de las formas, el loco culminaba su obra acentuando con su intervención el espíritu rebelde de los graffitis preexistentes. Mientras tanto, completando con su efecto el sortilegio logrado en el dibujo, el sol que estaba a punto de ocultarse tras las sierras, trocaba mágicamente las figuras. Por alguna extraña combinación de sustancias, inspiración y luz, aquellas puertas coronadas con maravillosas imágenes de rostros sonrientes lograban, en un momento determinado, hipnotizar a quien las mirara, arrastrándolo en forma asombrosa y placentera tras el umbral que cada portal enmarcaba. (continuará)