Esta semana es Mar quien nos conduce y nos propone hurgar en los bolsillos para narrar una historia. Mis musas estas vez respondieron con creces y se destaparon con un texto bastante más largo de las 350 palabras sugeridas. Me disculpo por ello, pero no supe abreviarlo sin que perdiera fuerza.
Para leer todos los textos, pasar por la Bitácora de Mar.
EL ABRIGO DE LOS MÁGICOS BOLSILLOS
La noche anterior lo había
encontrado, mal doblado y abandonado sobre un banco de plaza, sin nadie
alrededor que lo reclamara. Se lo veía casi nuevo y bastante abrigado, nada que
ver con su vieja y agujereada chaqueta que apenas lo cubría. Por eso se lo
llevó, aliviada su conciencia al no encontrar en su interior algún papel u
objeto que acreditara la pertenencia de quien lo había dejado olvidado.
Al verlo ahora ahí, prolijamente
colgado sobre el respaldo de la silla del cuarto, acariciado por el hilo de sol
que se filtraba por la ventana rota, el hombre revalorizó su hallazgo y pensó que tal vez la suerte
comenzaría a mostrarle su mejor cara. Y se sorprendió sonriendo, acariciando el
paño azulado bajo la luz mañanera.
Como todos los días salió bien
temprano luego de prepararse un té caliente con las últimas galletas secas que
apenas alcanzaban para callar sus tripas. Sin rumbo determinado y sin más
objetivo que sobrellevar otra jornada como mejor pudiera, salió a la calle con
el firme propósito de intentar ser optimista.
El frío del invierno se hacía
notar. Celebraba contar con aquel cálido abrigo que le había regalado la
suerte, que además, resultaba ser exactamente de su talla y le otorgaba un muy
buen porte.
A media mañana, las ganas de saciarse con algo más suculento que
las rancias galletas que había desayunado lo hicieron detener frente a una
panadería en donde ofrecían café completo con tostadas a un precio muy
conveniente. Suspiró hondamente sabiendo que cero era su capital y con gesto
inconsciente y resignado metió sus manos en los bolsillos de su flamante saco
buscando abrigarse un poco más. Enorme fue su sorpresa cuando sus dedos
ateridos palparon en el fondo de uno de los bolsillos algo que hacía mucho ya
había dejado de ver: un billete de cien. Nuevo, apenas ajado por el doblez,
parecía haber estado aguardando el momento adecuado para aparecer. No lo pensó dos veces y entró de inmediato
buscando hartar sus ganas entre aquellas delicias que hacía tanto venía
deseando. Quizás por lo inesperado, todo le supo a manjar de dioses: el café,
el jugo de naranja, los panes tostados, la manteca y la roja mermelada. Sin
dudas los mejores que había probado.
Mientras saboreaba feliz aquel
regalo imprevisto, advirtió que una señora había sufrido un percance al cruzar
la puerta del negocio, soltándosele la rueda al cochecito de bebé que llevaba.
Naturalmente solícito se ofreció a ayudarla, aunque resultaba poco lo que podía
hacer, ya que uno de los bornes se había quebrado. Instintivamente golpeó
suavemente los costados de su abrigo en señal de sincera consternación. Al
hacerlo, notó que del lado derecho, la chatura esperable en un bolsillo vacío
se veía alterada por un pequeño bulto. Metió su mano de inmediato buscando
saber de qué se trataba. Anonadado quedó al ver que se trataba de un borne,
exactamente igual al que se le había roto al cochecito. Sin salir de su asombro y
ante el agradecimiento de la mujer, rápidamente logró reparar el daño y la
rueda quedó nuevamente fija en su lugar.
Intentando disimular su infinita
sorpresa luego de aquellos dos insospechados hallazgos, hurgó y rebuscó en sus
bolsillos esperando encontrar un hueco o un lugar secreto en donde hubiesen
podido estar ocultos tanto el billete como la pieza metálica. De más está decir
que no lo halló.
Pasado el mediodía se dirigió al
banco en donde mensualmente cobraba su magra pensión de desocupado.
Habitualmente no había nadie a aquellas horas, ya que todos concurrían apenas
abría. Esa vez no fue así. La gente colmaba el salón principal y el número de
orden que le tocó indicaba lo largo de la espera: “554”… y andaban por el 450!
Resignado guardó el talón en su bolsillo y se acomodó en un rincón tratando de
no impacientarse. Transcurridos unos segundos volvió a sacar el papelito para
verificar los turnos que faltaban para que lo llamaran. “455” leyó estupefacto.
- ¡Imposible!- pensó, mientras
sentía que una extraña electricidad recorría su espina dorsal confirmando la
cercanía de un hecho mágico.
-¡455!- llamaron desde una de las
cabinas de pago. Y hacia allá fue, tambaleándose por el nerviosismo y la
incredulidad.
La próxima coincidencia no hizo
más que confirmar su sospecha de que aquel abrigo de veras tenía un componente prodigioso:
la persona que estaba detrás de la ventanilla no era otra que la señora del
cochecito, aquella que quedó tan agradecida por la ayuda que le había prestado
y que, allí, al enterarse de su situación, quiso devolverle favor con favor
dándole el número de teléfono del taller de su esposo, que casualmente estaba
buscando un ayudante bien dispuesto y hábil en cuestiones mecánicas.