Esta semana nos convoca el amigo Max Estrella a escribir sobre el período de Cuaresma. Mi texto lo toma en el sentido más genérico del término, como proceso interior, además, me he excedido en cantidad de palabras. Me disculpo.
Para leer todos los relatos, pasar por su blog, Diario del Último Bufón.
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CUARESMA
Desde siempre siente que el año
empieza después de carnaval. Luego de las fiestas de fin de año con sus luces y
ajetreos, luego de las playas, el calor y la gente yendo y viniendo en
vacaciones intentando escapar del cansancio acumulado, luego de ese último
festejo colectivo enmascarado y distorsivo, cuando los desfiles de murgas y
mascaritas culminan vaciados de sus fulgores aplastados por las cenizas que
dejaron los mil fuegos de artificio, recién entonces siente que cesó el
paréntesis de jolgorio y realmente la vida retoma su ritmo en búsqueda de su sentido.
Sin ser religioso ni
particularmente afecto a los planteos espirituales, percibe que es recién en
ese momento descarnado del año -cuando todo lo superfluo y pasajero ya se ha
decantado a fuerza del desgaste- que cada quien se ubica otra vez cara a cara
frente a lo que teme, descubre y porta. No es que le surja la necesidad
cuantitativa de hacer balance o algo parecido. Nada de eso. Es mucho más
profundo y sustancial lo que siempre se le plantea como necesidad real frente a
la vida y desde que tiene memoria -o más bien, conciencia responsable en cuanto
a sí mismo- es en esa instancia luego del desborde en el que se siente frente a
la necesidad de sacarse una a una las capas de dureza construidas como
autodefensa, la carga de vanidad pegoteada sobre sus instintos esenciales, los
preconceptos adheridos en su mente a fuerza de miedos, telarañas y
construcciones desencajadas. Todas esas cargas huecas y engañosas que terminan
por enmascarar lo que en realidad él mismo es en su fundamento.
Asumir en profundidad ese proceso
nunca le ha resultado fácil, más bien todo lo contrario. Más de una vez ha comprobado
que ese período de abstinencias y auto-contemplación es sumamente doloroso.
No es sencillo pararse frente al
espejo del alma y asumir la versión desnuda de lo que venimos construyendo. Uno
muchas veces se queda sorprendido. Otras, provoca pavor saberse tan vulnerable,
tan contradictorio, tan poco sustentable en sus aparentes convicciones. Es en
ese momento en que uno debe atreverse a intentar superar las flaquezas y las
decepciones redescubriendo esa fuerza intrínseca que nos distingue como
humanos. Optar por transformar nuestra acción a partir de los valores en que en
verdad creemos, en lugar de seguir cubriendo lo que no sabemos enfrentar para
evitar salir lastimados. De eso se trata el juego. Aprender a pedir perdón,
incluso si no ha habido mala intención en lo que en otros –o en nosotros
mismos- hemos provocado.
Hay que atreverse. Es fundamental
y necesario. Desde ya que no se logra sólo queriéndolo. Una y otro vez habrá
intentos fallidos. Pero es ese el quid del trascendental crecimiento. Quizás a
él le lleve toda la vida. Ha paladeado una y otra vez lo que siente como
fracaso, pero afortunadamente sabe que pese a todo, siempre debe seguir intentándolo.