Me disculpo por la extensión de mi relato. Se trata de dos de los tres capítulos de un cuento que escribí hace ya bastante. Espero que no se desalienten en la lectura.
Más relatos jueveros en lo de Tere.
“Los ángeles más sufridos no
suelen tener alas” alguna vez le dijo alguien a modo de fácil e inútil consuelo
a sus heridas. Y por algunos breves instantes le creyó…y casi asomó a sus
labios una sonrisa.
Pero no es así, concluyó al
poco tiempo, y la soledad descascaró la débil esperanza que intentó formarse en
su interior a modo de tabla de salvación.
Los hombres suelen apelar
hasta a las más indignas mentiras para conquistar o engañar a una mujer, y ella
ya las ha conocido todas. Nada puede sorprenderla a estas alturas. Sólo la
certeza de poder sobrevivir otro día, y a veces eso no alcanza para persistir
en el duro oficio de no caer abatida ante la desesperanza.
Sintiendo la inminencia de
algo que no sabría definir, ella camina bajo la llovizna que se inicia en esa mañana,
gris y fría como tantas, intentando esquivar los charcos embarrados que se
forman entre las grietas del asfalto.
Buscando guarecerse bajo
un periódico que encontró en una ventana sucia, se apura para llegar hasta la
entrada de un negocio que le brinda, generoso, el cobijo de su alero. Allí se
queda unos minutos mirando la lluvia caer con impaciencia sobre la
irregularidad del empedrado. El monocorde llanto del aguacero parece querer
fundirse con la tristeza de sus evocaciones, que se empeñan en aflorar cuando
menos se lo espera.
Un atisbo de la tibieza de
otros tiempos despliega sus alas frente a su infinita soledad y en aquel rincón
ignoto de una ciudad que recién despierta, ella insiste en guardar sus penas con
los cuatro billetes que lleva en su cartera. Se resiste a la tentación de ver
de frente sus recuerdos y en clara rebeldía hacia la lógica que le pide que
aguarde allí intentando mantenerse seca, opta por seguir su camino atravesando
el parque.
Apenas cruza la avenida lo
ve. Parece un bulto abandonado. Restos de algo que alguna vez fue útil.
Bajo lo que aparenta ser una
frazada un pobre viejo tirita por el frío, la lluvia y la fiebre. Es un
borracho más tirado entre los desechos de un mundo que lo ignora. Nada
especial. Sólo un gemido en la inclemencia de un día que nace bajo el aguacero.
Otro sin nombre que alguna vez fue niño, fue sueños, fue esperanza…o quizás ni
siquiera tuvo esa suerte.
Allí está. Semioculto por la
vana protección de un árbol que apenas logra brindar refugio a unos pájaros.
Aterido de miedo, aguarda, sin más compañía que su inmundicia, a que de una vez
por todas se lo lleve la muerte.
Por alguna razón que la
joven no alcanza a distinguir, algo en ese pobre ser atraviesa la coraza de su
conciencia y le pide ayuda.
No está en ella tender la
mano a un necesitado. No suele suceder. No está entre lo que acostumbra. Es
ella la que suele estar de ese otro lado, pidiendo sin palabras. Aguardando sin
ser oída.
Tampoco hay mucho que esté a
su alcance hacer. No sabe cómo aliviarlo. No tiene más abrigo que el que lleva
puesto, no hay alguien cerca quien pueda socorrerlo.
Contrario a sus instintos, a
pesar de la intensidad de la lluvia que no afloja, ella se aproxima y logra ver
de cerca aquel rostro oscuro y sufriente.
Las huellas del tiempo han
dejado profundos surcos en lo que ayer debió haber sido piel y ahora aparenta
ser tan duro como cuero. Apenas dientes asoman en esa boca que apesta a vino y
a dolores viejos. Su mirada lo dice todo y en silencio, implora un poco de
compasión.
En vano ella le pregunta su
nombre. Su inquietud no recibe respuesta. Una y otra vez intenta que aquel
viejo le diga algo, pero sólo gruñidos y lamentos logra escuchar bajo la
lluvia.
A esas alturas agota el
máximo compromiso que su propia indignidad le permite y decide irse. Apenas
unas calles y pronto llegará al certero refugio de su cuarto de pensión, que
ahora se le antoja poco menos que un palacio con la calidez de sus paredes
sólidas y su lecho seco.
Mientras intenta apurar el
paso para no tener que permanecer frente a frente con su conciencia un minuto
más, algo en su interior le oprime el corazón y la fuerza a detenerse.
Quizás pudiera hacer algo
más por él. No mucho, tan sólo dar aviso. Pedir una ambulancia. Llamar a quien
pueda ayudarlo. No se ve a nadie alrededor. No sólo la hora conspira contra sus
planes, también la inclemencia de esa mañana inhóspita parece querer implicarla
en lo que ahora se le ocurre casi un imposible rescate.
Soportando como puede el
peso y el hedor de aquel viejo que ni entiende donde está, consigue con mucho
esfuerzo arrimarlo hasta una banca cercana a la avenida y allí logra sentarlo.
En vano intenta cubrirlo con el periódico para aliviar en algo la molestia de
la lluvia.
Haciendo señas casi
desesperadas, mojándose íntegra como no recuerda haberlo hecho alguna vez, la
muchacha intenta detener un taxi. Consigue llamar la atención de uno que se
acerca, pero, al ver que la joven pretende subir también al viejo, acelera de
inmediato sin mediar ni una palabra de disculpa o excusa.
Toma entonces conciencia de
la burda situación en la que el destino y su inusual vocación de comedida la
han puesto: una prostituta y un viejo pordiosero borracho y enfermo intentando
conseguir transporte bajo una lluvia torrencial que se encarga de marcarles sin
piedad la crudeza de la realidad: a nadie le importan.
Se ve tentada una y otra vez
por lo que en otro momento hubiese sido lo más sensato: ocuparse de sí misma y
abandonar a aquel infortunado a su suerte. La calle es así de cruel. Cada quien
vela por su propia supervivencia y no se juzgan las miserias humanas. No hay
nada que la obligue a seguir adelante con ese incómodo rescate. Se probó a sí
misma que lo intentó. No salió bien, eso es todo y no se puede pretender mucho
más de alguien como ella. Eso es real…
Pero aunque quiere, no puede
marcharse…
…..
Fueron varios los intentos
fallidos pero al final, cuando ya casi había perdido por completo las
esperanzas, alguien se detuvo, y hasta la ayudó a subir al harapiento viejo
enfermo al taxi.
Se ve que era cierto aquello
que no todos los ángeles llevan alas porque ése que se compadeció de dos pobres
abandonados en la impiedad de una lluvia furiosa ni siquiera pretendió cobrarle
el viaje. Ella extendió, no sin dolor, los únicos billetes que había logrado
hacer la noche anterior para pagar lo que marcaba el taxímetro, pero él no los
aceptó.
Ella no le insistió. Sólo le
agradeció con sinceridad y una mirada que no dejaba de ser incrédula y se bajó
del taxi sin darle oportunidad de arrepentirse.
Alguna vez, en otro tiempo,
se mostró dubitativa, pretendiendo hacer lo correcto y se aprovecharon de ella.
No hacía falta otra lección. Ya había aprobado las peores asignaturas. Pero
ahora estaba allí. Bajo techo, por fin, escurriendo de su escasa ropa todo un
mar de agua que se diría, se le había filtrado hasta las venas.
En el hospital intentaron
averiguar algo más sobre la identidad del viejo, pero fue en vano. Sólo balbuceaba
algún que otro intento de palabra, quizás hasta en otro idioma, y nadie lograba
comunicarse con él.
A ella la asaltaron con
preguntas. Sólo lograron marearla más aún. Su habitual entumecimiento matutino
empeoraba ahora por el frío infinito que la acosaba. Le ofrecieron un café,
pero no quiso aceptarlo. Lo único que quería era sumergirse de una buena vez en
algo parecido al sueño. Ese desmayo profundo en el que anhela caer cada mañana,
luego de transitar sin consuelo un infierno que no por conocido se le muestra
más acogedor. No quería desvelarse aunque a cambio recibiera un trago de calor.
Mucho mejor le caería un poco de licor, pero no hay surtidores de alcohol en
los hospitales ni parroquianos que paguen con una copa su interesada compañía.
Así que se durmió. En el
rincón cercano a la puerta por donde ingresaron al viejo enfermo. Fue pura
comodidad. Nada especial la ataba a él ni a su destino.
El que haya decidido
exponerse al frío y a la lluvia por tenderle una mano a un pordiosero
desconocido era algo que aún no lograba interpretar, pero su vida estaba ya tan
llena de sinsentidos que uno más no afectaría ni su letargo ni su falta de
cordura.
Quizás por lo inusual del
sitio y de lo ocurrido, su duermevela no fue lo que acostumbraba ser. Voces e
imágenes recientes se filtraban y mezclaban con otras más conocidas. Recuerdos
de un pasado que le susurraba miedos y alegrías olvidadas, inconexos fantasmas
que arrullaban su infinita soledad.
Un acre sabor a nostalgia le
invadía la boca, se mezclaba con la pastosidad de su saliva y hacía que la
infecundidad en la que intentaba sobrevivir día a día le resultara ahora mucho
más angustiante.
El desagradable olor a
hospital lograba atravesar las barreras de su inconsciente llegando a ser casi
protagonista de su sueño: extrañas enfermeras vestidas de camareras recorrían
los largos pasillos de hospitales imaginarios empujando camillas que portaban
vagabundos desamparados, negros de mugre, chorreantes cuerpos que sólo gemían
de pena. Sentada en un rincón, ella misma, cubierta inútilmente por su abrigo
que no calmaba su frío, acompañaba con su mirada desesperada y sollozante el
paso de cada uno de esos desgraciados. Mientras los miraba, su propia alma
pordiosera sólo atinaba a rezar por una botella de alcohol que la hundiera en
la insensibilidad de una borrachera salvadora. Al mismo tiempo, aguardando en
aquellos pasillos de su tortuosa pesadilla, lograba entender que no habría
licor capaz de hacerle desaparecer ese hueco inmenso que se agrandaba cada vez
más en su pecho.
Si comprender por qué había
decidido llevar al hospital a aquel desconocido era algo que escapaba a su
entendimiento, menos explicación hallaba para permanecer aún allí.
Siempre se había esforzado
por mantenerse ajena a todo lo que concierne a enfermedades y actitudes solidarias.
Nadie siquiera se lo había insinuado como necesario. Sin embargo allí
continuaba, dormitando inquieta en aquella incómoda sala de espera aguardando
por algo que no tendría por qué importarle.
Mientras intentaba encontrar
una postura algo más cómoda para descansar un poco su entumecido cuerpo, en
sueños, sus inquietudes más añejas se seguían mezclando con imágenes
caprichosas de vagabundos y enfermeras.
No sabe bien cuántas horas
transcurrieron hasta que comenzó a despertar. Una incipiente migraña comienza a
atormentarla a la vez que su cabeza busca recobrar la lucidez…o lo poca que le
queda.
Un rostro amable, con barba
recién cortada, aroma de ducha reciente y despliegue natural de buenos modales
se acerca hacia ella.
El médico parece tener vasta
experiencia. Cabello entrecano, algo mayor, voz firme pero suave, sin la
egocéntrica actitud que suelen tener sus clientes con diploma, el hombre la
mira hasta con ternura, procurando hacerse entender abriéndose paso entre las
nubes de su sueño recién interrumpido.
Ahora se esmera en
explicarle algo que ella no entiende muy bien. Términos médicos que hablan de la
extrema gravedad en que hallaron al paciente, sus condiciones de vida
precarias, lo oportuna y acertada que fue su intervención, la estabilidad
actual de la salud del hombre, la desinteresada actitud que la honra y que fue
determinante a la hora de salvarle la vida…
Salvarle la vida…salvarle la
vida…dicen que su decisión de llevarlo al hospital le salvó la vida…y lo
destacan…y la felicitan…salvarle la vida…
Las palabras de aquel médico
siguen retumbando lentamente en sus oídos y se le estremece el corazón al
comprender el profundo significado de las mismas.
Sus ojos se van llenando de
lágrimas…esta vez no de angustia o de desesperanza. Esta vez su llanto es
dulce, cálido, profundamente emotivo…lo que quedaba de pintura en su rostro se
sigue escurriendo con ese nuevo llanto y lejos de provocar rechazo o lástima,
siente que la gente la mira con cálida aprobación.
Médicos y enfermeras le
sonríen mientras con paso tambaleante la mujer sale del hospital llevando en su
cara un gesto sincero y profundo de emoción.
Sigue temblando, no ya de
frío, sino por la inusual fortuna de comprobar que a veces la vida puede
brindar una impensada oportunidad de redención. Por primera vez en mucho tiempo
puede decir que se siente útil, conciliada con el mundo, verdaderamente feliz…
La lluvia continúa aún
bendiciendo ese día especial, cae sobre ella con la delicadeza de una caricia
celestial que le renueva y va limpiándola por dentro…por donde su alma más lo
necesita.